«Con mazas, cadenas, con martillos, machacaban su cabeza derribada. Una vieja mujer, cubierta de chador, manto negro de las chiis, escupió varias veces en la cara de la estatua de Sadam. Niños levantaban polvo al sacudirle con sus chanclas de plástico. Los hombres se habían ensañado con la gran estatua de bronce como si fuese un cuerpo humano y no cejaron en su empeño hasta descuartizarla. Gritando «muerte Sadam», «con nuestra sangre, nuestro espíritu te defenderemos Irak» y con invocaciones religiosas a sus imanes Ali y Hussein se regocijaban de su derrota.» Fue el primer párrafo de mi crónica del 10 de abril del 2003 cuando los chiis, aplaudían, se alegraban al contemplar…