En “Camino de perfección”, Fernando Ossorio, después de viajar por Castilla —Colmenar Viejo, El Paular, El Pardo— huyendo de esta vida que se le imponía desde fuera, sobre su propio impulso, sintiendo en carne viva aquello que se preguntaba el Demian de Herman Hesse —“Quería tan sólo vivir lo que tendía a brotar espontáneamente de mí, ¿por qué había de serme tan difícil?”—, llega al levante, donde encontrará, como Cervantes, “El mar alegre, la tierra jocunda”. Sería interesante estudiar la atracción del levante en la obra de Baroja. ¿Qué representa, qué puede significar el encuentro de sus personajes de tierra adentro, desarraigados, cansados de la mediocridad de la vida, de su lenta frustración, de los flujos y reflujos de su apatía, con este nuevo mundo?
Tarragona es el escenario de uno de los episodios de las “Memorias de un hombre de acción”. “Las furias” nos relata el asalto, en Barcelona, el 4 de enero de 1835, de la Ciudadela, donde se encontraban presos algunos carlistas. El pueblo quería vengarse de las matanzas de los liberales en Balaguer y en el Santuario de Host. Este acontecimiento, vivido, naturalmente, por el incansable Avinareta, estalla en un ambiente donde moderados, exaltados, isabelinos y partidarios de Mendizábal predican la vuelta a la Constitución de 1812, mientras algunos grupos populares, animados por las sociedades secretas —los Leñadores Escoceses, los Templarios Supremos— sueñan ya en una revolución social y en la instauración de la República.
Pero este episodio histórico está rodeado de una sencilla trama novelesca, que tiene como fondo la Tarragona de los diez mil habitantes del siglo pasado, la Tarragona en cuyo puerto todavía atracaban barcos con pabellones de los Estados pontificios, de Foscana, de las dos Sicilias, de Génova, de Módena, de Liorna, de Lucca. A Pepe Carmona, el protagonista, aquel paisaje le evocaba el paisaje de Grecia. “Aunque no conocía Grecia, me figuraba que así debían ser los paisajes cantados por los antiguos poetas bucólicos de la Hélade”. Carmona encontraba en Tarragona la melancolía que producen las ruinas de las civilizaciones desaparecidas, y sentía, vagamanete, el esplandor de Roma, al pensar que allí había habido un Capitolio, un Foro, un palacio de Augusto, un anfiteatro o los grandes y tristes acueductos. Pero Tarragona era, también, un huerto grande para los ojos del malagueño, con naranjas, granados limoneros y variadas clases de árboles frutales. “Casi siempre, en invierno y en verano, resplandecían innumerables flores y constantemente había frutas, pues cuando unas estaban ya maduras, otras comenzaban a brotar. La naranja, las cerezas y los albaricoques, las peras y las manzanas, los higos, las granadas y las nueces se sucedían sin descanso”.
Eran todavía los años de los últimos románticos, como Moro Rinaldi, misterioso personaje italiano que se decía emisario de la “Joven Italia” de Mazzini, y que un buen día llegó a Tarragona y se hospedó en “La Fontana de Oro”, motivando rumores y comentarios en toda la población, de los contrabandos en el Hostal de la Cadena, de los recuerdos aún recientes de la guerra de la Independencia con el viejo general Senén Contreras y la Calesera de la Rambla. De noche se podían oír “gritos, lloros y llantos, y con frecuencia, descargas cerradas en los calabozos de Falsabraga, entre la barbacana y la muralla”. La ciudad, con el claustro de la catedral donde Carmona pasaba horas enteras, estaba amaurallada. “Al sonar el toque de ánimas todo el mundo se retiraba a su casa”. Se vivía en una inquietud constante. La gente no había tenido un momento de paz ni de reposo desde la guerra de la Independencia. Se estaba en perpetuo sobresalto y en constante interinidad.
Pero en aquel mundo en el que tan bien encajaban las polacras sicilianas, las galeotas turcas y las raras embarcaciones que venían de los archipiélagos griegos, todavía vivían la imaginación y la aventura.
