¡Qué largos eran los veranos de la infancia! Entre los árboles pasaban tranquilas las semanas. Por las noches, recuerdo, contábamos interminables cuentos sentados en los bordillos de la acera. Cerca del depósito del agua, a veces, creíamos sorprender una sombra sigilosa que nos daba miedo. Íbamos al río y algunas tardes de los jueves a una fuente a merendar. Corríamos en bicicleta por el campo de fútbol y jugábamos con el tren, los soldados y las tortugas en el jardín triangular. Los días de lluvia nos encerrábamos en casa para escuchar la radio o levantar castillos y casas de cartón sobre la mesa. Veíamos el agua cómo caía sobre las ramas verdes y llenaba los arriates de la adelfa, los geranios, los rosales. El jardín brillaba de pequeños charcos y era un gozo después precipitarse sobre la tierra húmeda, entre las plantas, para coger un caracol travieso.
En verano rompíamos el piso que nos estrechaba todo el año, corríamos por el campo y las calles sosegadas del pueblo —¡aquel pregonero manco!, ¡aquella mujer que todas las mañanas, a la misma hora, subía con su burrito por la cuesta!, ¡el mendigo del saco, que vivía en una cueva en el monte!— y hacíamos todas estas cosas maravillosas que no podíamos hacer durante todo el año, como echar piedras, encaramarnos a los árboles o moldear figuritas de barro.
Alguna vez visitaba el estudio de José María Madorell, que vivía en una gran torre cercana. Le recuerdo vestido de soldado. Ya entonces dibujaba en los periódicos de la tarde historietas infantiles que salían en los suplementos del jueves. Entrar en su cuarto era para mí algo nuevo que me alegraba y que, no obstante, nunca me había parecido extraño. En la alta mesa estaban las viñetas que iba componiendo a la luz del verano.
Por las paredes había pegados dibujos de colores, simpáticos personajes que os abrían los brazos y os miraban como si fueran de verdad. Me gustaba también el jardín, que me parecía enorme, y, sobre todo, unos pinos que daban a un camino y al valle por donde corre el Llobregat, entre las huertas, cabe a Molins de Rey.
Estoy ojeando ahora, bajo esta calor húmeda de mi ciudad —ayer por la noche, sin embargo, las calles estaban mojadas por una de estas hermosas tormentas de verano—, “La casa sota la sorra”, un cuento escrito por Joaquín Carbó e ilustrado por Madorell. Carbó y Madorell pertenecen a este inteligente equipo que se ha empeñado, hace ya algunos años, en editar una revista infantil de gran calidad: “Cavall Fort”. ¡Qué cosa más difícil escribir y dibujar para los niños! Saber avivar en cada momento su imaginación, aumentándola y vigorizándola, para que luego no se desbarate en el primer contacto con la vida impuesta desde fuera. “Cavall Fort” es una revista para niños en la que colaboran escritores como Espinás y Ferrán de Pol, y artistas como Miró o Tàpies. Es interesante repasar su “experiencia concreta”, en la que encontramos constantemente este “amor y respeto” hacia el niño, de los que se habla en el prólogo. La revista está hecha con una extraordinaria preocupación por la obra bien hecha, con una delicada sensibilidad literaria y artística, puesta a prueba en todos los números —más de cien— hasta ahora aparecidos.
Todo este esfuerzo creador de Tremoleda, de Jané, de María Novell, muerta hace unos meses, finísima escritora en catalán y pedagoga responsable, se realiza con una vocación total, al margen de cualquier profesionalismo cómodo y adormecedor. En estos números están también las viñetas de Madorell, que a mí me recuerdan aquellas otras que él dibujaba, hace años, cuando yo todavía era un niño y podía gozar de unas largas y mágicas vacaciones.
He leído un relato delicioso de Joaquín Carbó, publicado en “Cavall Fort” y titulado “Bona nit, Minou Drouet”. Quiero traducir su último párrafo para dar una idea más exacta de lo que es el contenido, tan cuidado, de esta responsable publicación: “Desde aquel día pienso muchas veces que el éxito de Minou Drouet, hoy, es el premio que ha merecido. Claude Drouet, por su tenacidad, por su amor y, sobre todo, por la confianza que un día, ahora ya lejano, puso en la recuperación de aquella criaturita que sacó del hospicio casi sin vida y que hoy nos alegra hablándonos, dulcemente, de sus cosas, de sus amigos, de su pequeña casa del bosque, rodeada de árboles”.
Pienso que el verano, además de ser la fiesta del cuerpo, es la gran fiesta de los niños, de esos niños tan quebradizos, tan maravillosos, a los que un grupo de escritores y artistas dedican esta curiosa revista. Por eso he querido hoy hablar de “Cavall Fort”, en medio del verano, con “la memoria del corazón” volcada sobre mi mesa y con un jardín de pinos y adelfas en el recuerdo.

Artículo publicado en ABC el 3 de agosto de 1969.