«Golondrinas» y cangrejos - Tomás Alcoverro
Escritores en la orilla

«Golondrinas» y cangrejos

Llega una “golondrina”: lonas corridas, música de acordeón, alas blancas de las tocas de unas monjas… En la embarcación todos los bancos están ocupados. Buques blancos, una línea destrozada de humo, la tarde con un poco de viento… Desatracamos del muelle. El puerto, poblado de enormes animales, bajo los cables de acero, contra las fachadas grisáceas, las torres y el alto Colón, consiente los paseos de algunas barcas a motor o los remos, que parece que arranquen cosquillas al apaciguado lomo del mar.

Los enormes animales están amarrados a los muelles. Algunos son blancos y se llaman “Farida”, “Etrusco”, “Velázquez”, “Adriatiki”. Otros tienen el cuerpo rojinegro —“rouge et noir”— y responden a los nombres de “Italsole”, “Noga”, “Cap Frehel”, “Loide-Haiti”, “Albert Yogherg”.

Sobre el temblor de la “golondrina” traspasamos el puerto en calma. A mano izquierda, las lanzas de los criaderos de almejas, sobre las plataformas cuadradas, vacías, alineadas, con las cuerdas que se meten bajo el agua. El músico, en el puerto, saltó a nuestra embarcación:

—Música, maestro.

El “tranvía del puerto” llega a la escollera. Hay gente esperando. Desde la escollera se ve el mar sin trampa, el mar de verdad. Hay un barco anclado fuera del puerto. Por la carretera de la escollera, por el bar del faro, el gentío pasea y se sienta, come ostras y mira, hace equilibrios sobre las rocas, compra cacahuetes y juega a perder el tiempo.

En la escollera, una mujer vende cañas, nuevas cañas, para pescar.

—La caña con el cangrejo, ocho pesetas, señor. Hay también de diez pesetas.

Junto a las cañas, cañas rubias, pulidas, en unos cubos verdes de plástico nadan los cangrejos. La mujer coge uno y lo engancha en el hilo de la caña.

—Cómprame una de diez, mamá.

Los niños y los mayores saltan por las rocas, por los geométricos bloques de piedra, con las cañas para pescar cangrejos. Los cangrejos se pescan entre las rocas, junto a la escollera, sucia de papeles. A veces las cañas dan sorpresas y sacan del agua peludos erizos negros de mar.

Hay atrevidas plataformas de madera —a veces pintadas de blanco— sobre unos postes que se hincan en las rocas para los pescadores de caña; hay enamorados, los codos sobre el pretil, y gente que merienda en el plano inclinado de cualquier bloque de piedra.

Debajo de Montjuich se ahogan las playitas entre muelles y depósitos, con el peso de los cipreses del cementerio.

Los cangrejos están por todas partes: en el agua, en los cubos de plástico de la vendedora, sobre la tierra, polvorientos y extraviados; en las puntas de los hilos de las cañas rubias, a veces quietos, a veces con las patas revueltas.

A la vuelta los niños se persiguen con las cañas, en las que cuelgan los cangrejos. Ya se han encendido las luces de los barcos, los barcos blancos y los barcos negros —“Farida”, “Etrusco”, “Velázquez”, “Adriatiki”, “Italsole”, “Noga”, “Cap Frehel”, “Loide-Haiti”, “Albert Yogherg”.

Las “golondrinas”, las “palomas”, vuelan —navegan— por el puerto. El mar empuja hacia arriba, suavemente, la embarcación, y parece que frene, que interrumpa, el esperado descenso. Comienza la noche.

El viajero distraído, entre erizos, cangrejos, “palomas” y “golondrinas”, recuerda aquel “albatros” de Baudelaire:

“Souvent, pour s’amuser, les hommes d’équipage

prennent des albatros, vastes oisseaux des mers

qui suivent, indolents, compagnons de voyage,

le navire glissant sur les gouffres amers”

Artículo publicado en ABC el 16 de julio de 1964.