El pintor ha clausurado su exposición. Ha vuelto al trabajo de su obra en su espacioso taller. Es un taller con una gran chimenea, el techo muy alto, y unas enormes ventanas que dan al patio interior de la casa. Desde abajo parece más el ala de alguna fábrica antigua y familiar. Allí vive, también, Artigau, en un altillo al que se sube por una escalera de madera. Todo está ocupado por los cuadros a medio pintar, por los viejos sillones, por los mil objetos curiosos: unas pipas, unas hermosas estatuillas policromas traídas de Portugal, cerámicas populares, revistas y periódicos.
La vida íntima del pintor está inundada por la atmósfera creadora de su taller, por la presencia de su “work in progress”. Yo no me lo imagino cuando se levanta por la mañana y se acerca a las escaleras; me lo imagino en este precioso momento en que sus ojos vuelven a recuperar las imágenes creadas. Es como un desafío —el arte, en el fondo, es la aceptación íntima de un desafío, de un reto nacido de uno mismo inaugural de un nuevo día. A Artigau le conozco desde hace años. Me ha sorprendido siempre su decidida vocación, su capacidad de trabajo, su experiencia como pintor. Recuerdo, hace tiempo, una ocasión en la que comenzó a revolver entre montones de dibujos que había hecho de pequeño. Bocetos anatómicos, ejercicios académicos de toda índole, pequeñas tentativas personales. El esfuerzo que estaba allí amontonado, era impresionante
Esta prehistoria tan rica le da, sin duda, ahora que ya asoma en galerías importantes, y que se le considera uno de los pintores jóvenes catalanes figurativos mejor dotados, una de las características más destacadas de su hacer creador: el dominio de las técnicas expresivas. El oficio es, en este arte, en todas las artes —que nunca nacen de una improvisación—, un elemento primordial sin el cual cualquier estética se derrumba. Él mismo ha definido con acierto el cuadro al decir que era “una superfície geométrica que se convierte en campo expresivo, con unas convenciones determinadas”. Sin estas convenciones es imposible el arte, porque el arte es, en este sentido, siempre una obra “convencional”. Este dominio formidable de su oficio le permite muchos tanteos, le hace un pintor abierto a su tiempo y a los temas de su época, que, a veces, juega con el tópico historicista o con la crítica moralizante de la sociedad opulenta, sin perder nunca el equilibrio, es decir, sin caer en una visión estereotipada y banal.
Es, quizá, en la última exposición en la Galería René Metras en donde se ha podido apreciar con mayor hondura cómo su esfuerzo creador ha conseguido una síntesis difícil entre tema y forma. Es la “Serie del equilibrio”, la obra más escrupulosamente realizada, donde se une una maravillosa gracia imaginativa a una precisa simbólica social de nuestro tiempo. Artigau ha hecho de la motocicleta un símbolo pictórico, como lo hizo hace unos años Pierre De Mandiargues en la literatura. En esta motocicleta que hace equilibrios para no caerse van montados los símbolos de la represión, de la alienación y de la infelicidad del hombre de hoy. “Son —ha escrito Santos Torroella— como los jinetes del Apocalipsis”.
La belleza, la gracia, la lograda intención social de estas veinte composiciones de la “Serie”, consagran definitivamente a Artigau como uno de los pintores más sensibles a los “aires del tiempo” de su generación.
Desde hacía tres años el pintor no había expuesto en Barcelona. En su última exhibición Artigau ha hecho gala de un extraordinario esfuerzo de coherencia. Su pintura ha ganado belleza y originalidad. Sus colores —antes excesivamente dramáticos y maniqueístas: sus rojos de sangre, sus ocres de rabia y de denuncia— se han hecho más frescos, más suaves. Estallan los verdes esplendorosos de la hierba. Se ve, a veces, el aire en sus cuadros.
Se ha dicho de él que era como un Toulouse Lautrec de nuestra época, sobre todo en sus cuadros dedicados a la noche, a los “cabarets” de moda frecuentados por los orondos burgueses que le gusta radiografiar implacablemente. Pero es también un cantor de las gentes sencillas amontonadas en los metros o en los bares anchos y destartalados.
A veces el tema es una síntesis de símbolos. En su pintura hay siempre un esfuerzo ordenador del caos que, partiendo de los elementos más dispares, sabe combinar en un todo armónico. Abrir así los marcos en que encierra la creación para que entre el ímpetu revuelto del aire del tiempo, con todas sus contradicciones, con toda su pintoresca ambigüedad, ha sido uno de los gestos más valientes que el pintor ha hecho en estos años. Por eso su arte ahora es más convincente, menos rígido. Sus cuadros son alegres, vivos.
La plástica de Artigau, envuelto otra vez en la atmósfera de su taller, donde van naciendo las siluetas de unas cúpulas blancas y elevadas, o los dorados candelabros barrocos de las iglesias bizantinas, quizá esos cuerpos gráciles de las muchachas de largas piernas desnudas o calzadas de altas botas, es ya un auténtico documento creador de estos años. Artigau ha sabido incidir en lo más profundo de la nueva sensibilidad.

Artículo publicado en ABC el 27 de noviembre de 1969.