Eugenio Trías publicó un libro, Carandell escribió un artículo de crítica, Sagarra lo glosó en el “Telexprés”, este diario que se está convirtiendo en el baluarte de los nuevos hombres de letras, y a las pocas semanas se habló en casi todos los periódicos de Barcelona de las nuevas generaciones. García Soler llegó incluso a confeccionar una nómina que apareció en La Vanguardia, en la que se agrupaban cantantes, periodistas, escritores, cineastas, poetas, que el autor consideraba unidos por estos hilos tan quebradizos, pero al fin y al cabo existentes, que les unía en una nueva actitud generacional.
La polémica tuvo, sin embargo, su interés. Yo no sé si es posible hablar todavía de esta nueva generación. Los años no son muchos y la obra hecha es realmente escasa. Lo que no quiere decir que no sea notable. ¿Puede alguien olvidar, por ejemplo, la valiosa aportación que ha realizado Xavier Rubert de Ventós no ya con la reciente Teoría de la sensibilidad, sino con el Arte ensimismado, libro del que yo mismo me ocupé hace unos años en las páginas de ABC? ¿Se puede pasar por alto la obra poética de Pedro Gimferrer, el autor del Arde el mar y La muerte en Beverly Hills? ¿No habría que prestar una atención mucho más vigilante a los libros que ha escrito este curioso novelista llamado Gonzalo Suárez, el de Ditirambo? ¿Y no hay, por último, en la pintura y el periodismo, en la crítica y en el cine, y en muchas actividades creadoras cultivadas en Barcelona, nuevos hombres jóvenes que impulsan, y perdóneseme lo enfático de la expresión, la historia del espíritu y de la sociedad?
Hace años, Guillermo de Torre hablaba, con acierto, de “aires del tiempo”, “merced a cuyo envolvente, atmosférico, influjo se unifican tantos rostros diversos más allá de sus disparidades y por muy lejanos que se hallen geográficamente unos de otros”. Estos “aires del tiempo” soplan con fuerza despertando la imaginación altergada por tanto realismo de cartón piedra, conmoviendo las más ocultas regiones del subconsciente, iluminando los íntimos problemas de hombre, como, por ejemplo, la conducta sexual. Desmitificando ideologías, exigiendo una libertad real de crítica y de acción, buscando nuevos caminos, quizá aun inciertos, para que la expresión humana sea lo más cabal y lo más justa posible. Esta juventud, esta generación, ya no cree de una vez y para siempre. Si se quiere es más contradictoria, vive en permanente tensión, en vilo, en equilibrio inestable entre el deseo de realización y la tentación de una autodestrucción cruel. ¿No se gritó en París en mayo del sesenta y ocho la imaginación al poder? ¿Pero cómo puede realizarse esta total ansia de libertad sin poner también límites a los fraccionamientos constantes, a la teoría inacabable de impugnaciones que todo lo barren y lo destruyen?
No creo que hablar de generaciones sea un tema baladí. No se había hecho desde hacía muchos años en España con el apasionamiento con que se hizo los últimos meses en Barcelona —en círculos reducidos, claro está—. Tampoco se ha enfocado con la hondura de Ortega, de Laín Entralgo o de Marías, que se referían ya a unos hombres y a unas obras maduras, a unos estilos perfectamente identificables. Ni se hablaba de los nuevos hombres que se inquietan y trabajan en el resto del país.
Pero esta pequeña marea ha desvelado un paisaje nuevo, lo ha hecho patente ante muchos ojos. Y ha permitido, además, el diálogo entre unos y otros, entre unas y otras generaciones, rompiendo ese silencio tan terrible que nace de la incomunicación. (Miguel Masriera, por ejemplo, participó en aquel diálogo periodístico.)
Recuerdo que hace un par de años, y también entre nosotros, Juan Ramón Masoliver, en uno de sus habituales “Al margen” de las páginas literarias de La Vanguardia, hablaba con tristeza de la “generación quemada”, de esta generación de intelectuales, de escritores, de periodistas, que tuvo que pasar, y quizá morir, por nuestra guerra civil. Entonces Santiago Nadal, José Cruset, Guillermo Díaz-Plaja, recogieron en sus escritos este concepto-vivencia y se ocuparon de los hombres, de los propósitos y de las terribles dificultades con que tuvo que luchar esta generación maltrecha y desilusionada. ¿No sería posible que ahora, al paso de los años, y cuando ya se inicia un regreso intelectual de los españoles del otro lado de las fronteras, estos hombres que permanecieron aquí, en sus puestos, y con su destino a cuestas, intentaran restañar sus heridas, aun las más profundas, activando ese diálogo, esa comunicación que siempre han anhelado? Yo creo que ahora, precisamente ahora, el momento del encuentro puede ser muy fructífero. Porque los “otros”, los “nuevos”, saben con Paúl Nizán, que tener veinte años no es la edad más hermosa de la vida.

Artículo publicado en ABC el 6 de noviembre de 1969.