Zenobia de Malgrat - Tomás Alcoverro
Escritores en la orilla

Zenobia de Malgrat

En Moguer había visto los espléndidos abanicos de Zenobia. Estaban abiertos como las colas de los pavos reales en las vitrinas. Pepe me iba enseñando la casa:

—Este comodín se lo regaló Juan Ramón cuando se prometieron.

En medio del patio estaba el pozo de brocal de mármol. Podía hojear los álbumes de Zenobia, en los que habían pegadas postales y cartas, cartas de Zubiaurre, cartas de Juan Ramón. O podía imaginar en el atardecer pajizo al son de las palabras de don Emilio Gutiérrez, sobrino del poeta, cómo iban sacando la ropa de los baúles, cómo la iban tendiendo en la azotea de la casa de la plaza del Marqués. Cuando, de vuelta del viaje de Nueva York, el barco había hecho agua.

Por aquí, por la cuesta donde hay un abrevadero, por la casita de los cuatro arcos de Fuentepiña, por el hermoso camino, largo y arenoso, que desciende al río, por la calle Nueva, por el barrio de la Ribera, pasaría Zenobia, la mujer de Juan Ramón.

En el patio de la fonda, oloroso de jazmines, jazmines blancos y jazmines celestes, adivinaba las cercanas marismas moradas, la tierra resquebrajada, desvelada por la marea, los caminos entre pinos y eucaliptos, las casas encaladas con sus números pintados en las jambas de las puertas.

Por los caminos, por las carreteras, llegamos, un día, a otro pueblo. Malgrat. El padre de Zenobia, que era ingeniero, alquiló una torre espaciosa, ahora rodeada de un jardín con verja y rojas adelfas. Es un pueblo levantino que, en otro tiempo, contaba con barcos de cabotaje que transportaban la sal de Alicante.

En la plaza del pueblo, a las dos de la tarde, preguntaba por la casa donde había nacido Zenobia.

—Vea a Juan Clará. Él sabrá algo de esto.

Pero la verdad es que en Malgrat –bañistas en la playa, iglesia marinera, bares nuevos en la calle que se rompe contra el mar—nadie conoce a Zenobia Camprubi.

Zenobia nació, incidentalmente, en Malgrat, donde su padre, que dirigía la construcción de la carretera, había alquilado una casa que, por ser una torre amplia, la llaman, como en todos estos pueblos llaman a las casas elegantes, “la casa del indiano”.

Nadie la recuerda y, sólo ahora, le han dedicado una callecita en las afueras del pueblo.

Por la ventana del despacho de don Juan se ven las rojas adelfas de la torre frontera. Hojeando un libro de la historia de la localidad, me va enumerando los nombres de los hijos insignes de Malgrat: Fradera y Bohigas, Mariano Cubi… En una de las paredes cuelga una fotografía de una virgen románica, la Virgen de Santa María del Castell de Palafolls. Sobre la mesa, una alta máquina de escribir.

A esta hora –es la siesta— el pueblo pierde la memoria del mar y de las huertas que lo envuelven. Pero aquí están las tapias de los caminos, de los caminos levantinos. “Tapias frescas, cantonadas de cal, subiendo y bajando, y cuelgan los rosales, las hiedras, las palmas; se van asomando las higueras que esparcen el olor de pámpano y de tronco de leche; una palmera torcida desperezándose; un naranjo redondo”.

Don Emilio Gutiérrez me había hablado, allá, en Moguer, de aquellas dos muchachas de Juan Ramón: María Blanca y Teresa, mientras tomaba el té, sentado en una mesa del casino y se acordaba de la tienda de Antigüedades de Zenobia, mujer de Juan Ramón, hija de Malgrat.

Artículo publicado en ABC el 29 de octubre de 1964.