Los viejos espejos de los Encantes por Tomás Alcoverro
Escritores en la orilla

Los viejos espejos de los Encantes

Los viejos espejos brillaban de verdad, y no los charcos. Pero como había llovido, el suelo estaba mojado y lleno de barro. Junto al mostrador del “Bar Siti”, un niño se relamía la boca, mientras sus dedos se hundían en la carne rosa y codiciada de la sandía.

En la plaza, los carros cargados de muebles viejos, de puertas, de sillas, de bidones, de tablas, de neumáticos, parecían dispuestos para un viaje fantástico y miserable.

A esta hora –casi el atardecer, casi el atardecer de la lluvia—los Encantes Viejos son como unas viejecitas soñadas y pobres que viniesen a la tierra por un largo camino sin árboles.

“Music, music, music” era una canción de la deliciosa Anne Shelton. El disco –de 75 revoluciones— está cubriendo perfectamente otras placas de Tino Rosi, Harry Martin y Edmundo Ros.

No puedo andar un paso sin que encuentre los espejos, las lunas, los cristales, caídos casi por milagro, entre los colchones destripados, las manchas de bicicleta, los viejos sofás, las pantallas de las lámparas, los castillos de ladrillos, o las cajas de cartón con sus zapatos encima.

Los puestos de madera, sombríos, os llenarán los ojos de colores pegados a cosas infinitas: los colores gastados, muertos, humildes, de las cosas viejas de los Encantes.

Hay cadenas y atriles de hierro, tejas y azadones, transformadores de corrientes de trenes eléctricos y manojos de llaves herrumbrosas.

Todo está mojado y lleno de barro. Un hombre sentado en un taburete vende su mercancía:

—¡Rollos de esparadrapo buenos y baratos!

Como el cielo es de color morado y por la tarde ha llovido, se ve poca gente en el mercado. Hay unos soldados aburridos, un cura viejo que quiere comprar una navaja a buen precio, muchachas con paraguas, hombres que se paran ante los puestos de ropa: pantalones azules, pantalones tejanos, cazadoras de cuero…

Ruidos, espejos y charcos. Un yugo de madera blanca está apoyado contra la pared, junto a unos tramos de escalera y un montón de novelas viejas.

Sobre un paisaje verde, desdibujado, con unos juncos junto a un río y unas muchachas vestidas de blanco, he leído “Aquí se venden plantas decorativas. José María Fernández “El Solitario”. Restauro objetos artísticos, antiguos y religiosos”. Al otro lado de la calle Dos de Mayo están las callecitas, las plazas donde habitan las generaciones y las familias del mueble. Hay trozos de sombra, trozos con macetas de petunias y geranios. Se ven maniquíes y mecedoras, cunas y un cesto de pelotas de ping-pong, pintadas mitad y mitad de amarillo y rosa.

Los truenos estallan en el cielo naranja mientras contemplo una botellita de loción con un dibujo de un barbero con una botellita de loción en su mano, que también tiene otro dibujo de un barbero con su botellita de loción en su mano… y así hasta el infinito.

La gente se queda mirando fijamente los objetos. “Hoy no se fía. Gracias.” Sonidos a hueco. Un disco de “Hongarian Dance” y unos muebles con olor de barniz.

Las ruedas y los ejes, las ballestas, los faros y las bocinas. En otra placita de los Encantes, los carros cargados, cubiertos con lonas y trapos, son los fugitivos de las calamidades de la guerra.

Entre porcelanas y cámaras de cine, hay una maleta entreabierta con postales:

—Mañana hacen fiesta. Es Santa María.

Artículo publicado en ABC el 6 de septiembre de 1964