Las sillas de las Ramblas - Tomás Alcoverro - Tom
Escritores en la orilla

Las sillas de las Ramblas

Para los que nos quedamos estos meses en la ciudad no todo es la nostalgia de los viajes pretéritos de la adolescencia ni de las largas vacaciones de la niñez. La ciudad adquiere ahora una animación distinta y es posible pasear por las calles de siempre o sentarse en las habituales terrazas de los cafés, con un gozo nuevo, con una complacencia alegre y distraída por todo lo que nos rodea. A mí no me es nada difícil sentirme estos días como un turista descubridor de paisajes, arquitecturas, costumbres y, sobre todo, gentes.

Mientras voy aplazando a causa de mi pereza mi proyecto de visitar la ciudad —todo lo que apenas conozco de ella, o todo aquello que me sé “par coeur”, como dicen los franceses— siguiendo un plan, adaptándome a una verdadera guía turística, he iniciado ya la práctica de sentarme algunas tardes en las sillas de las Ramblas.

Creo sinceramente que en verano sentarse en las sillas de las Ramblas es presenciar el espectáculo más atrayente, sugestivo, incitador y cosmopolita que puede haber estos meses en Barcelona. Por una o dos pesetas contemplaréis una larga fiesta que baja y sube desde la fuente de Canaletas hasta muy cerca de la estatua de Colón. Ante todo, es la fiesta del cuerpo. En verano, al cuerpo se le hace objeto de un profundo y nunca olvidado culto pagano. Es el culto, también, a la belleza, a la juventud. Los cuerpos se doran, se broncean, se deshacen de las prendas incómodas que lo abrigan durante todo el año. Quieren mostrarnos su desnudez. Algunos sienten impaciencia por exhibirse. ¿No dijo una vez Pérez de Ayala que la “verdad era lo desnudo”?

La moda de hoy permite fácilmente esta fiesta del cuerpo. No es sólo que los trajes, que las faldas se hayan hecho más ligeras, más livianas o breves, es que sus formas infinitas que parecen a veces retar la imaginación o la historia, o sus colores atrevidos, nos dan una sensación más libre y natural de nuestra reprimida espontaneidad.

Sentémonos en las sillas de las Ramblas. La mejor hora es el atardecer. Entonces circula un aire fino y adolescente que os hace agradable la calurosa ciudad. En Canaletas, entre los quioscos de periódicos o edículos, las sillas son de hierro y están pintadas de color marrón. Un poco más abajo, descendiendo hacia el puerto por el teatro Poliorama, las sillas son de madera y están sin pintar. Cerca del Liceo, y en frente de la travesía de la calle Fernando, siempre bajo los grandes plátanos, volvéis a encontrar otra vez las sillas brillantes con sus brazos y respaldos de hierro, que os acogerán con un generoso espíritu de urbanidad.

Gracias a los turistas, a los “hippies”, a las gentes que, como vosotros, se han hecho espectadores y a la vez actores en su ciudad, las Ramblas son un muestrario humano extraordinario. Y nunca como ahora, como en verano. Pasan los grupos de deliciosas muchachas con minifalda. Deambulan, ociosos, los extranjeros que paladean la luz, el color o los tipos. Circulan expectantes, tensos, los que van en busca de algo, en pos de cualquier deseo imaginado, de un encuentro liberador. Os miran fijos los ojos negros de miles y miles de árabes que habitan en nuestra ciudad, que han llenado todos los callejones del barrio Chino con sus gritos, sus riñas y peleas. Hay también muchos negros, estos negros elásticos y jóvenes que yo he visto danzar en el Jazz Colón, no lejos del Arco del Teatro, siguiendo su impulso más profundo y atávico…

No os aburriréis sentados en estas sillas. Quizá, al fin, os sintáis cansados. Porque si vuestro cuerpo se siente relajado, si habéis apagado vuestra sed, si habéis mitigado la calor, vuestros ojos, vuestros ojos inquietos y devoradores, han hecho tantos viajes, han mirado tantas gentes, se han enredado en un juego tan apasionante y divertido con otros tantos ojos transeúntes, que al final habéis necesitado leer unas páginas del libro, hojear algún periódico, para poder devolverlos a sus cuencas agotados ya por el más elemental y extraordinario de los espectáculos: ver pasar la gente.

Ni los pájaros, ni las flores, ni tan siquiera el paso de los landós, pueden distraeros como los hombres y mujeres que discurren por estas Ramblas festivas del verano.

A partir del Liceo algunos bares y hoteles han instalado, además, sus terrazas alegres sobre el paseo. Estas ya son otras sillas: sillas más cómodas, más caras y elegantes. Desde ellas otro público, un público más distante y acomodaticio, contempla la misma fiesta.

Porque si hay un público actor, también hay un público contemplador, con sus distintos matices y características sociales. Así, por ejemplo, la gente que se sienta al atardecer en las sillas de Canaletas es una gente muy distinta a la que se encuentra en la noche o en la madrugada en las de la travesía de Fernando. Aquéllas son personas sencillas, trabajadoras, forasteras, lectoras de periódicos que desean tan solo distraerse un rato en la hora más calurosa con el espectáculo de las Ramblas. Estas, en cambio, proeceden de la misma noche barcelonesa: son sus productos y sus protagonistas. Y a veces se duermen en las sillas esperando la aventura incierta del nuevo día, cuando ya los hombres de las mangueras han regado los alcorques de los plátanos, las calzadas, las aceras laterales, dejando reluciente, acharolada, la dulce comba del paseo. Entonces, a aquella hora, las otras sillas de las Ramblas están ya vacías.

Artículo publicado en ABC el 23 de agosto de 1970