Aquella mañana entrábamos en un paisaje centroeuropeo. La carretera, estrechita, estaba mojada. Había hayas, robles, abetos, encinas y castaños. Pero se desvanecía el misterio. La luz precisa despertaba la serenidad.
Bosques verdes tupidos de sombras, laderas suaves, algunas nubes. Entre los árboles, el viejo gigante del tiempo se desperezaba todavía cubierto de escarcha.
Nadie en la carretera. Se levantaba el domingo. Íbamos formando en la memoria un verso leído últimamente: “Solamente no cambian los recuerdos”. En este cruce, hace unas semanas, esperaban de pie, ante la puerta abierta de la casilla, unos niños con sus carteras de colegio. Veníamos de Hostalrich, villa amurallada. Por la noche nos habíamos asomado al balcón de nuestro cuarto. La fonda se abría a la muralla, sobre la carretera. Habíamos gritado locamente en las ruinas del enorme castillo. Nada entonces nos parecía más bello.
Nos detuvimos en Breda, junto al alto campanario romántico. De pequeño me gustaba deletrear el extraño nombre bello del pueblo. Y me acordaba, muy fácilmente, de aquel grabado del libro de Historia: “La rendición de Breda”…
Delante de la iglesia, los hombres entretenían el ocio esperado. Curioseamos por el mercado dominguero, mientras un viejo nos hablaba de sus dolores en la pierna derecha.
Breda, Arbucias, San Hilario… Estribaciones del Montseny, Guillerías, en donde el otoño se hace más bello en los largos caminos de castaños que van a las fuentes, o en los jardines de las antiguas torres, o junto a los nostálgicos balnearios.
No es casualidad que la burguesía se encaprichara de este paisaje tan ondulado, tan hecho a la medida del hombre, tan frondoso y húmedo. San Hilario ha sido, durante muchos años, un centro veraniego de moda. En San Hilario hay muchas fuentes: la “Font Vella”, con agua “buena para el estómago”; la “Font de las Arenas”, para el hígado y los riñones; la “Font Picant”, la “Font Freda” (fonte frida, fonte frida), la “Font de l’Avi”, la “Font de la Noguera”, la “Font de Monsolis”…
Los grupos de jóvenes de entonces —ahora pálidas fotografías en los desordenados cajones de estampas, cintas, álbumes, inútiles tarros de perfume— iban cada día a una fuente. Se podía ir a pie por los hermosos caminos, o en los coches de línea. Muchas mañanas se iba a la “Font Vella”, donde se bebía el agua y se compraban anises, chocolatinas y almendras. Por las tardes había representaciones de “guiñol” y se hacían reuniones particulares en las que, si venía a cuento y si era la época, se bailaba el cotillón…
En los jardines de las torres hay sauces, sauces llorones, y en los nuevos hoteles, ya cerrados, los letreros precisos vigilan los días…
Rendimos viaje en Bañolas, la del lago, con la frontera iglesita románica de Porqueras. Pero fue en Olot, cuando tomábamos el café junto al fuego, que nos entró una gran pena por los árboles desnudos y altos, rodeados de frío y hojas muertas.
