El cementerio de Arenys por Tomás Alcoverro
Escritores en la orilla

El cementerio de Arenys

Un hombre joven —mozo alto, con barba, de ojos azules, viejos pantalones sucios— escribía en la mesa con vacías botellas de cerveza. En el puerto, los secos mástiles de los yates y las embarcaciones de recreo estaban inmóviles. El muchacho se acercaba a las cuartillas y parecía escribir apretando fuertemente la pluma sobre el papel, como si en cada trazo descubriera una difícil parte de sí mismo. Mientas él escribía, yo iba hincando con unos palillos los rubios calamares tostados, miraba la mañana sobre el mar, sin sol, y recordaba la fiesta que Hemingway y su mujer vivieron en París, “cuando —dice Ernest— éramos felices y muy pobres”.

El joven escritor pidió otra botella de cerveza. El bar estaba lleno de gente que había comenzado el domingo.

***

Después de almorzar —por la noche había nevado en las montañas de más allá de Arenys de Dalt—, subimos a la azotea de la casa para ver los caminos, las torres, las perdidas masías, las suculentas higueras, el caserío recogido del pueblo y desbordando las tapias, los cipreses del cementerio. El pequeño puerto sentía, profundamente, la calma de la tarde. Como hacía tiempo que deseaba subir a la colina donde se halla el bello cementerio, mis ojos, despreciando el mar, lo separaban aislándolo casi, del paisaje.

Por las callecitas de Arenys, en la que descansaba la dulce sombra del domingo, unos grupos de muchachas iban al cine.

Subimos por calles empinadas, cuando el mozo de la barba y los ojos azules que escribía en el bar por la mañana, solitario, con unos papeles bajo el brazo, cruzó, distraído, hacia cualquier rincón de la tarde.

Ya se podían hundir los ojos en el mar, entre las lanzas santas de los cipreses que formaban un lento camino hasta el arco con la cruz de hierro de la puerta del cementerio.

En el cementerio, con arena, jugaban dos niñas en una tumba abierta, a resbalar y caerse, mientras las paredes de pequeños granos se iban limando. ¡Cementerio de mar, como un castillo costero, bello cementerio de Sinera del poeta Espriu, con sus ángeles de alas de mármol, sus sepulcros con cadenas, sus cruces hundidas y los ennegrecidos troncos de los cipreses!

Por el paseo central de suelo abovedado, iréis descubriendo el mar a medida que subís hacia la pared de los nichos. Si os volvéis, veréis cómo humedece la cruz del portal y define las ramas de unas higueras fronteras, para perderse, luego, más allá de la costa.

Los geranios están aún sin flores. Por una verja abierta se sale a las suaves colinas, hendidas por las ramblas, con viñas y pinares. Un viejo ataúd se pudre junto a la tapia. Ahora podéis ver los espigones y el mar silencioso, los verdes cipreses inmóviles y las roderas sobre la arena de caminos.

Cementerio de horas y vientos, con paredes “donde se encalman sombras de nubes”, desde el que se verán las barcas.

“¡Quina petita patria, encercla el cementiri!”.

He arrancado una planta para averiguar su nombre. Por el orden de los verdes cipreses descendimos, antes de que la tarde se rompiera, al pueblo marinero de Arenys.

Artículo publicado en ABC el 8 de abril de 1965