Elegía anticipada del verano en Sitges - Tomás Alcoverro
Escritores en la orilla

Elegía anticipada del verano en Sitges

Llegué a Sitges por la tarde. El vagón de ferrocarril en que viajaba iba casi vacío.

Desde el tren se veían las playas lánguidas; siestas doradas de la tarde. Las estaciones, con sus campanas soñadas, eran las mensajeras de un mundo lleno de gente que se entrecruzaba, que hacía la historia sobre el paisaje, pero que a esta hora del domingo había encontrado ya sus infinitos alvéolos donde enroscarse.

Me acordaba de la anciana repartidora de leche de la mañana de “Ulises”. “Vieja y miesteriosa, venía de un mundo matutino, tal vez como un mensajero”. Me acordaba de aquella otra mujer que Davin describe en el “Retrato del artista adolescente”, cuando volvía de Buttevant, y en una revuelta del camino se halló ante una casa con una ventana encendida. “Al cabo de un rato se abrió la puerta y apareció una mujer joven que me traía un gran jarrón de leche”. Me acordaba de aquel poema de Dámaso Alonso: “¡Ah!, por eso esa mujer avanza (en la mano, como el atributo de una semidiosa, una alcuza).”

Quería sorprender el mar entre los túneles de Garraf. Pero el mar se acababa como un recuerdo.

Había mucha gente por las calles de Sitges; calle de San Juan, calle de San Isidro, calle de la Isla de Cuba, calle de San Pedro… Recuerdo los mosaicos brillantes de una tahona, los gigantones, el dragón, las mojigangas “que recorren las calles tocando y bailando con bastones, cintas y látigos, los mismos diablos del infierno, que van sonando la lata atronadora y arrojando fuego por los cuatro costados”, como había visto, seguramente por casualidad, Ganivet en 1897, cuando visitó el “Gau Ferrat” de Rusiñol.

Francisco Artigau inauguraba una exposición en el “Tropic Hotel”. Había turistas y gente joven. Sus rostros, a veces, entre palabra y palabra, se fijaban en los rostros desvaídos, pálidos, de las criaturas del pintor. Bancos, trenes, ranchos, esquinas o escenas de verbena.

Se apagaron las luces. Los camareros, en silencio, con los cigarrillos encendidos, se deslizaban con suave rumor sobre las piedrecitas del jardín, sacando las mesas con sus manteles blancos, que se mojaban bajo las luces de los farolillos colgados de las ramas de los árboles.

El agua caía sobre el tejadillo del patio blandamente. Se encendieron unas velas. Un camarero alemán me servía un vaso de manzanilla. Por el bar del hotel, sobre el mostrador, las llamitas se asustaban con los truenos repentinos de la lluvia.

Fue una lástima que el jardín se mojara y que no se salvaran de la tormenta los farolillos colgados de los árboles.

—¡Una tormenta de verano, Marta!

La luz volvía. Se encendía tímidamente. Parecía afirmarse en el largo atardecer ensombrecido de Sitges. Pero, al poco, la luz se apagaba, y toda la claridad era la del jardín mojado, bajo los árboles, al otro lado de las puertas abiertas.

Cuando amainó la lluvia, di una vuelta por el pueblo. Los bares estaban llenos: “El Picnic”, “Las Chapas”… Se veían las mesas de los comedores de los hoteles, alumbrados con la luz de las velas. No sé por qué me acordaba de Maeterlink.

Con las velas se recortaban los interiores de las casas —un comedor con cuadros en las paredes, una sala de estar— y se dejaban aflorar extrañas y paradójicas armonías entre las calles llenas de charcos, con sus eternos habitantes de paso —algunos con gabardina— y las escenas estáticas de los hoteles, las viviendas particulares, más allá de la lluvia y la tristeza de la fiesta perdida.

Por la noche ni pudo encenderse el castillo de fuegos. Los palos blancos de los toldos estaban clavados en la arena, contra el mar, los grillos y la luna. La lluvia había dejado su cola prendida en los árboles del paseo.

Después se encendió la fachada de la iglesia, aunque se habían deshinchado los globos de los vendedores ambulantes y se habían parado los coches de caballos, quietos, en el perfil de la Rambla.

Antes de subir al tren me bebí un hermoso vaso de leche blanca y fría, por el recuerdo del verano.

Artículo publicado en ABC el 13 de septiembre de 1964