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Aldo Moro, político de la paciencia

Moro había sido profesor universitario en Bari. Sin embargo, no se había preocupado gran cosa de su plataforma electoral en aquella ciudad. Fue ministro en dos ocasiones: Ministro de Justicia y ministro de Instrucción Pública. Su actuación en ambos casos fue poco afortunada. Cuando desempeñaba la cartera de Justicia tuvo que hacer frente al difícil problema de delimitar la competencia de los Tribunales Militares… 

Los funcionarios lo recuerdan como el ministro más correcto y más cortés, aunque también como el ministro más ausente y apático. En las reuniones de Gabinete raramente hacía oír su voz; jamás se barajó su nombre ni en las «corrientes» de la democracia cristiana, ni en las combinaciones políticas.

Cuando fue elegido secretario de la D. C., se dijo que era por «su falta de personalidad». Lo que es cierto es que la personalidad de Aldo Moro es una personalidad que no se impone ni por su fuerza explosiva, ni por su vigor, ni por su vitalidad. Aldo Moro pertenece a un tipo de hombre que habitualmente está alejado de la política. Más que un jefe político es un «sugeridor», un «inspirador». «No tiene la personalidad de Fanfani —dice Indro Montanelli— que para mandar no duerme y que, cuando duerme, sueña en mandar.» Por el contrario, Aldo Moro necesita ocho horas de sueño, tranquilo y reposado, dos horas de paseo —incluso en medio de las difíciles, de las agotadoras negociaciones políticas, establece un descanso para pasear—, come con la familia y le gusta ir al cine, sobre todo, cuando se proyectan películas del Oeste, o films de René Clair o Totó…

Los conserjes no le conocían

Cuando entró en el palacio de la plaza del Gesú, donde se encontraba la sede de la democracia cristiana, como secretario del partido, algunos conserjes no le saludaron, porque no le conocían: en Roma había frecuentado poco la sede del partido, donde se distribuían los puestos y se dirigía la política. 

Por otra parte, no es el político fanático, monolítico, convencido totalmente de la validez de su propia doctrina. «Para ser un verdadero guía —dice un comentarista italiano— le falta el mínimo de fanatismo que es necesario para creer en la validez absoluta de su propia doctrina y en su superioridad con respecto a los demás políticos.» Uno de los menos clericales de la democracia cristiana, no cree en la grandeza del Estado, ni tiene en la democracia ni en la libertad de Occidente la fe de otros políticos europeos. El suave, el inteligente escepticismo de Moro —apartado de todos los dogmatismos—, con una conciencia pesimista de la vida y del hombre, hacía pensar a Saragat que Moro más que un meridional, era «un hombre de raíces hundidas en la India, en la tradición de los bramanes». «¿No se adaptarían —dice Vittorio Gorressio— los pantalones blancos a sus ojos melancólicos y tristes, a su exquisita y delicada cortesía?». Por aquí podríamos hallar, no obstante, una de sus mayores virtudes —virtud de gran importancia en este momento difícil de la política italiana—: la paciencia. El «frágil», el «complejo y difuminado personaje», el «indescifrable» Aldo Moro, posee esa rara cualidad que procede, naturalmente, de toda una concepción humilde del mundo y del hombre, esa cualidad, primero, que hace posible el diálogo, y después, que hace posible que el diálogo se mantenga.

Ante todo —y sólo para recordar—la democracia cristiana, cuando él se hizo cargo de su Secretaría general, era un partido fraccionado, en realidad, en distintas «corrientes», que representaban verdaderos partidos políticos autónomos, con su particular dirección, sus propios órganos informativos, y sus respectivas tendencias dentro de cada una de ellas: derecha, centro e izquierda. En el Congreso de la D. C., en Florencia, Moro tuvo que emplear una vez más su capacidad de comprensión, su paciencia, su preparación dialéctica, su creencia de que si el partido no lograba la unidad, todo se desmoronaría. 

La «apertura a sinistra»

Luego, cuando el experimento de la «apertura a sinistra», intentado ya por Fanfani en 1958, después de las tentativas de Segni, del mismo Fanfani, de Tambroni, tuvo que enfrentarse con políticos de la solidez de Nenni, con situaciones tan delicadas como la dependencia de la D. C. de la jerarquía eclesiástica y sus relaciones con la Acción Católica y con complicados problemas de índole económica o, simplemente, de naturaleza política, como las tensiones internas del partido y las dificultades de colaboración con las demás fuerzas políticas en el Gobierno de centro-izquierda.

Moro, arbitro y moderador —el «Pandit Moro», como le llaman algunos—, orfebre delicadísimo de la paciencia —convencido en el fondo de que la democracia es un movimiento, es una meta—, piensa largamente sus discursos que, después, escribe con mucha rapidez. Su técnica recuerda la empleada por Nehru. En sus parlamentos se prevén ya las objeciones, que se hallan absorbidas en un perfecto mecanismo de tesis, antitesis y síntesis. Moro se interroga, se responde, se objeta, se replica, se niega y se afirma. Aldo Moro —«quel viso melancólico la sua espressione misteriosa, l’intensità triste dello sguardo»— con su nueva refundición de la alianza de los cuatro partidos políticos: la D. C., los socialistas, los liberales y los republicanos, lleva a cabo una difícil política de diálogo y de tenacidad.

Artículo publicado en La Vanguardia el 4 de agosto de 1964.