El último domingo, por la mañana, estuvimos en el mercado de San Antonio. Todavía no había mucha gente. Se podían recorrer tranquilamente los puestos de libros. Puestos de libros acostumbrados a una anterior ordenación en la memoria; puestos de libros que, de manera fatal, nos hacen detenernos, siempre en el mismo sitio, con una precisión casi mecánica, porque una vez, un día, descubrimos allí algún libro interesante, o porque luego, lo hemos comprobado, se trataba realmente de una buena parada. Este mercado se ha convertido, entre nosotros, en un recurso, en una costumbre, en una forma de andar y ver libros, las mañanas de domingo. Andar y ver libros, que es lo mismo que andar mucho más de lo que andamos para rodear todo el mercado —el mercado de San Antonio es un mercado largo, un mercado con regiones y provincias, con sus sorpresas: viejas monedas en este ángulo, vitolas de puros junto a viejas revistas, mercadillo de intercambios de tebeos entre los mismos niños—, un mercado con sus distintas zonas de aglomeración de público, que se concentra, sobre todo, por la parte de la Ronda, y también con unos horarios bastante precisos. El mercado, entre las doce y la una, está realmente intransitable. En el mercado se pueden encontrar muchos libros, aunque la verdad sea dicha, son ya poco frecuentes los libros raros, los libros curiosos, las viejas ediciones. Hay, sí, muchos libros modernos, libros que se han impreso hace poco, o que acaban de aparecer. Porque este mercado —es cosa de los tiempos— ya no es un mercado de viejo, sino un mercado de pequeños descuentos, que os hacen los vendedores sobre las últimas novedades.
Andar y ver libros. Y, claro está, comprar libros también. Todavía se pueden encontrar algunos puestos en donde los libros se ofrecen, en desordenados montones, a tres, cinco, diez o quince pesetas. Me ha gustado siempre husmear en estas paradas. Durante algunos años eran las únicas en las que podía comprar algo. Pero, además, en estas montañas que se desmoronan con facilidad, que se desentrañan, y se vuelven a formar, es posible todavía hacerse con alguna obra curiosa, o leer algún título que, por extrañas razones, se os graba en la mente, hasta produciros un intenso deseo de poseerlo. La aventura del libro, la aventura del comprar un libro, me ha proporcionado inesperados encuentros. Así, por ejemplo, recuerdo un domingo en que, sin conocer todavía a Herman Hesse —quizá recordaba haber leído su nombre en alguna pequeña librería de la vieja Berna—, me quedé fascinado ante su “Demian, historia del joven Emilio Sinclaire”, que fue para mí y para muchos de mis amigos, durante algún tiempo, un descubrimiento incitante y fabuloso. Algo parecido me ocurrió con “Mario y el mago”, de Thomas Mann. No obstante, estas pequeñas aventuras parecen cada vez más difíciles. La gente busca ahora, muchas veces, un libro concreto o un determinado autor, y este colarse, entre tímido y humilde, del desconocido, parece canción de otra época. Encontramos números de la revista “España”, algunas cosas de Baroja publicadas en Caro Ragio, y, al final, nos decidimos en adquirir un pequeño librito en una de estas ediciones sencillas que luego desaparecen; ediciones que duran lo que dura una flor, de Erik Morke, titulado “El viaje de Mozart a Praga”. Por la tarde, mientras escribía el artículo, hojeaba ya la obra de Morke. Las primeras páginas describen el carruaje en el que Mozart y su mujer realizaban el viaje, su atuendo, y los hermosos bosques que cruzan. Mozart manda parar al cochero. Desciende con su esposa del carruaje, extasiándose ante el paisaje. Después se vierte un tarro de perfume en el interior del coche…
Cerca del mar, al final de las Ramblas, los viejos barracones despintados son los centinelas permanentes de los libros callejeros a lo largo de la semana. Pero para volver a divagar por el mercado de San Antonio habrá que esperar otro domingo, otro domingo, con aire de mar y de verano.
