Nunca hasta esta noche lo había sabido de verdad. Dormía profundamente cuando dos tremendas explosiones me hicieron saltar de la cama y gateando por el suelo fui a esconderme en el vestíbulo del piso, lejos de los balcones. El estruendo fue tan fuerte que estaba convencido de que la dinamita había estallado en la planta baja o en uno de los primeros pisos de mi casa. Confiado en que mi barrio, el barrio de Rauche, era una zona habitada por muchos extranjeros —diplomáticos, representantes de empresa, aviadores—, que no tenía ningún color político marcado, y que siempre había quedado un tanto al margen de todos los combates y reyertas, mi sobresalto fue todavía mayor. Al ruido estremecedor pero breve de las explosiones, siguió un brevísimo silencio, roto súbitamente por los estallidos de la fusilería, intensos y prolongados. Se oían los disparos tan cerca que no era difícil imaginar que los hombres estaban luchando en el portal de la casa, que como todas las casas de Beirut no tiene un número pero sí un nombre. Los disparos de la noche, en medio de un silencio impresionante, provocaban más disparos que surgían desde todos los rincones de la vecindad. ¿Disparaban desde las casas, desde las esquinas sucias y desiertas de las calles, desde el altozano donde antes pacían rebaños de vacas, roído ahora por los emplazamientos de los nuevos edificios en construcción? Tumbado sobre el tapiz del vestíbulo esperaba ver en cualquier momento, a través de la acristalada puerta del salón, los vivos fogonazos de las armas. Como el ruido iba envolviendo cada vez más el edificio, no supe qué hacer. Regresé al dormitorio; me cobijé bajo la cama arrastrando sábanas y almohada con el propósito de pasar así la noche; luego pensé que era mejor descansar sobre el colchón y que daba lo mismo estar arriba o abajo; pero como el tiroteo se hizo más intenso en la parte trasera de mi casa, donde se halla mi habitación, temí que en cualquier momento los proyectiles entraran por el balcón y volví a reptar hasta el vestíbulo.
Allí me sentía más protegido. De pronto, el silencio causado por el miedo, guardado por las respiraciones contenidas de los vecinos, se rasgó con furia. Voces, un grito del portero, el ruido de la puerta del ascensor, el ruido inconfundible, familiar como todos los pequeños ruidos de la vida de nuestros hogares, del ascensor subiendo, subiendo… Pero ¿era posible? ¿Iban a llamar a mi puerta? ¿Se pararían aquellos desconocidos en mi piso? Anhelante, seguía el ruido del ascensor que no paraba, que continuaba piso tras piso. Se detuvo en el ático. Oí unos pasos precipitados, unas voces premiosas. Muy pocos segundos después, sobre mi dormitorio, en la terraza superior del ático, percibí, lleno de pavor, cómo armaban unas máquinas que sin duda no podían ser otra cosa que ametralladoras; cómo iban y venían de un lugar a otro. Hasta que el tableteo horrible comenzó a sonar sobre mi cabeza. ¡Dios mío, los francotiradores habían ocupado la azotea de mi casa! Pensé que su objetivo eran los pobres obreros sirios que dormían bajo las estrellas entre los andamiajes de los edificios que con su sudor elevaban durante el día. Los dueños eran afiliados al partido Kataeb y, según las malas lenguas, el propietario de la casa de comidas era un traficante de armas. Mi conserje rehusó entregar la llave del ático hasta que uno de los agentes lo amenazó con matarlo en el mismo umbral de su portería. «Al principio no distinguió quién era. Salim, nuestro vecino que lo acompañaba, me tranquilizó. Luego vi en la manga de su uniforme los galones de cabo.»
Al trasponer el portal me encontré con un amigo que venía a buscarme; cuatro proyectiles habían entrado en el salón de su casa, desconchando la pared, traspasando el aluminio del marco de una puerta y la cortina. Por encima de las alfombras había encontrado unos casquillos de balas. Venía a despedirse porque salía inmediatamente en automóvil hacia Siria. «Hemos cometido muchas imprudencias en Beirut», me dijo al darme la mano.
Delante, en los locales dinamitados, recogían los cristales rotos; varios primeros pisos quedaron muy afectados por las explosiones; en un edificio había impactos de bala que alcanzaron gran altura; en las aceras, grupos de vecinos comentaban los angustiosos sucesos de la noche.
He visto cargar esta mañana precipitadamente automóviles con maletas y bultos. En las esquinas humean los montones de basura quemados, focos peligrosos de epidemia en la ciudad. En las puertas de las tahonas abiertas, la gente en largas colas esperaba comprar pan. Ésta es, lector, narrada a vuela pluma, la vida en los barrios de Beirut desde hace nada menos que seis meses. Antes de que llegue otra noche incierta, quiero dar fe de ello.