
Los iraquíes hacen de sus tapices un negocio para combatir el embargo internacional
Con las desnudas rodillas hincadas en la alfombra, frota el muchacho con un duro cepillo su preciosa trama. Después de regarla con una manguera de agua y de fregarla cuidadosamente con jabón, la cepilla hasta que queda limpia, extendiéndola al sol en las riberas del Tigris. A su lado otros chicos golpean los polvorientos tapices antes de lavarlos y secarlos, preparándolos para la exhibición.
En las orillas del río, las subastas, antigua costumbre de Bagdad, son un popular negocio en estos tiempos de embargo y bloqueo internacional. El Café de los Comerciantes es una vieja casona de dos pisos, cara al Tigris. Una verja divide la planta baja en una sala repleta de alfombras dobladas y amontonadas, donde se hacen las pujas ante el estrado del orondo comisario de subastas. Hassan y su hermano regentan este negocio familiar y una cafetería de duros bancos de madera y diminutas mesas metálicas para tomar un vaso de té, bajo los inmóviles ventiladores de largas aspas. El piso superior es un vasto depósito de alfombras. Los parroquianos del Café de los Comerciantes se reúnen todas las mañanas en torno al mustachudo Hassan, que con su maza remata en la alta mesa las transacciones.
Como se ha devaluado tanto el dínar iraquí —esta moneda fue hasta 1990 una de las mas fuertes de Oriente Medio—, los que aún conservan dinero en Bagdad se dedican a la compraventa de alfombras, de antiguas alfombras persas, para poner a recaudo su volátil capital. Otros se aplican al comercio de joyas, de cuadros o especulan con el contrabando. Con irrisorios sueldos de unos 6.000 dinares, los iraquíes sólo ganan en el mercado negro dos o tres dólares al mes, que les permiten tan sólo adquirir, por ejemplo, un kilo de azúcar, un kilo de arroz o media docena de huevos. Las cartillas de racionamiento que el Estado les proporciona desde el principio del embargo no alcanzan más que para la primera semana de cada mes.
Al Café de los Comerciantes llega gente con enrolladas alfombras, a veces, joyas de la exquisita tapicería iraní, como los famosos tapices de seda de delicados dibujos de aves y flores, que se ofrecen a muy bajos precios. Una gran alfombra chiraz para salón puede adquirirse por menos de 100 dólares, unas 12.000 pesetas. Una fortuna para los iraquíes, si se tiene en cuenta que equivale a 250.000 dinares. Por uno o dos millones de dinares se compra medio zoco de Bagdad.
Como el billete de más valor en circulación es de 250 dinares, hay que acarrear voluminosos fajos de billetes para hacer una compra o pagar simplemente la nota del restaurante.
La capital de los abasíes, de la que tan pocos vestigios quedan, la legendaria ciudad de Las mil y una noches, se ha convertido en una población de pobres zocos, mercadillos y rastros callejeros en los que todo se vende. No es que Bagdad sea como La Habana, donde tiendas, escaparates o estanterías están completamente vacías, como la tropical Habana, donde hay más personas que cosas. En las ciudades y pueblos de Iraq hay toda clase de alimentos y artículos, pero los precios, menos los de la gasolina o de la electricidad, están por las nubes. Las subastas de alfombras, de joyas, de vajillas o de cuberterías de plata, son un recurso para los afortunados, para la élite de la ciudad. El Estado ha prohibido sacar ningún objeto de valor de la nación. Pero ha habido tanto tráfico de antigüedades que el gobierno pidió un pacto de honor a los grandes anticuarios internacionales para poner coto al contrabando. Sólo diplomáticos y funcionarios de la ONU hacen su agosto en estos tiempos de miseria en Iraq.
Al chófer que me condujo a Ammán por la larga carretera del desierto, primero los aduaneros de su país le incautaron un pequeño tapiz adquirido en una subasta, y después los aduaneros de Jordania le confiscaron una rama cuajada de dátiles que llevaba en la baca de su automóvil, su última esperanza de hacer dinero más allá de la frontera. En Iraq, los pobres son las víctimas de esta absurda e insoportable situación.