Los mandain, discípulos de San Juan Bautista - Tomás Alcoverro
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Los mandain, discípulos de San Juan Bautista

Un grupo de iraquíes mandain observa el momento en que uno de ellos es bautizado en las aguas del Tigris. AMMAR AWAD / REUTERS

No son musulmanes ni cristianos, son los mandain de la antigua Mesopotania. En la orilla del Tigris, cerca del puente de Jadrtia, se reúnen las mañanas del domingo alrededor de su templo, rematado con un campanario o espadaña con una suerte de cruz. De los brazos de la cruz, coronada con unas ramas de olivo, cuelga un sayo de arpillera, símbolo de pobreza. Un grupo de muchachas cubiertas con velos y túnicas blancas, los pies descalzos, están sentadas bajo la sombra de una empalizada con el brazo derecho en alto y el puño cerrado. Mientras, el oficiante, vestido con un primitivo atuendo –turbante, túnica ceñida con una soga, vara a guisa de báculo y un manojo de hierbas en la mano–, les toca la cabeza leyendo las preces del viejo libro sagrado. Es el Guinza (tesoro), compuesto en la antigua lengua mandai o arameo oriental, hablada en tiempos de Jesús.

Los mandain o sabeanos son una pequeña comunidad de creyentes en Dios único, en el paraíso y en el infierno, en los ángeles, en Adán y Abraham como profetas, a los que se les atribuye la condición de ser padres predecesores de san Juan Bautista, el apóstol que bautizó al Mesías en las aguas del Jordán. 

Su principal rito es el bautismo por inmersión. En una pequeña piscina al lado del templo cerrado, en el que guardan los humildes objetos del culto, el sacerdote o jeque recibe a hombres, adolescentes, niños, a veces en brazos de sus padres, vestidos de blanco, y cuya cabeza sumerge un instante bajo el agua antes de rociarles el rostro y bendecirles. El jeque Murana Nagib luce con orgullo sus sencillos atributos, además de un anillo que revela su dignidad jerárquica.

La purificación por el agua y la profesión de la fe son sus pincipales ritos. Los mandain elevan sus preces tres veces al día en este lugar ameno entre palmeras y cañales del gran río bíblico que atraviesa la ciudad. 

Los jeques, con los pies descalzos, con sus varas rústicas, van y vienen entre la congregación de fieles cumpliendo sus austeros oficios litúrgicos, en los que el agua y el pan son elementos básicos. Celebran también matrimonios acompañando a los novios, recién purificados, a un pequeño pabellón adosado al templo, en el que su superior religioso estampa su firma en el acta de los esponsales. 

Es una fiesta humilde, relajada de estos domingos del Bagdad del terror y del miedo. Las muchachas, despojadas de sus túnicas rituales, lucen pantalones vaqueros, vistosas blusas. Apenas se ve alguna mujer cubierta de ropas negras. Las familias acuden con sus hijos para gozar de estas horas de paz. No hay soldados ni policías, ni hombres armados en este recinto sereno, abierto al paisaje del río Tigris.

Quedan pocos, pero en Bagdad forman un núcleo social destacado que se dedica a la joyería

Quedan muy pocos mandain en Iraq, quizá sólo treinta mil. Habían vivido en las tierras pantanosas de Asmara, de Basora, lindantes con Irán. En Bagdad forman un destacado núcleo social y se dedican especialmente a trabajos de joyería y orfebrería, con sus tiendas en los abigarrados zocos. Más de cien mil han emigrado a Australia, a Gran Bretana, a Suecia.

Esta antiquísima comunidad guarda celosamente su religión, y su lengua, pese a que ya no hay escuelas para enseñarla. Mandai quiere decir conocimiento, conocimiento de la vida. Es una creencia con grados de iniciación, relacionada con la era precristiana, con la religión judía y con el islam.

Son agradables las horas de este domingo entre ritos de purificación y tranquilas charlas con los congregados que sorben zumos de fruta bajo la sombra de los toldos. Lástima que, de pronto, helicópteros estadounidenses sobrevuelan rasantes la orilla abrasadora del río inmortal. Habíamos olvidado que estábamos en Bagdad.

Artículo publicado en La Vanguardia el 11 de julio de 2004.