
Entre bromas y veras, en la agencia France Presse, desde donde envío mis crónicas, me pidieron el otro día unas fotos y una nota biográfica. En el oeste de Beirut el secuestro de personas es el pan nuestro de cada día. Los españoles que nunca habíamos sufrido en Oriente Medio las consecuencias de las luchas entre los palestinos e Israel, y que en Líbano habíamos vivido plácidamente, hemos perdido la sensación de seguridad porque el reconocimiento del Estado judío repercutirá aquí más que en otro lugar, simplemente por la proliferación de grupúsculos armados que actúan con garantizada inmunidad y porque va a ser fácil tomar cualquier represalia.
Las amenazas de los chiitas por la condena de los dos autores del atentado contra un funcionario de la embajada libia en Madrid siguen latentes. Las oficinas de la Cancillería y de la oficina comercial española, situadas en el oeste, han cerrado sus puertas. Ningún diplomático español pisa esta zona, donde seguimos viviendo por razones familiares, de trabajo o de vivienda o porque son nuestros barrios, gran parte de la colonia, formada sobre todo por mujeres casadas con libaneses de fe musulmana.
La ciudad, dividida, con sus guetos, de donde sus habitantes se atreven pocas veces a salir, se ha hecho pequeña. El oeste de Beirut —selva impenetrable de toda clase de milicias, de partidos, de grupúsculos, de agentes— es un ámbito tan reducido —unos siete kilómetros cuadrados— que es difícil aceptar el que nadie, incluso los sirios, haya sido capaz no de dominarlo sino por lo menos de controlarlo.
Desde 1975 la anarquía, con diferentes rostros, y en sucesión de etapas, gobierna la población. Sus habitantes han tenido que acostumbrarse a compartir con ella el pan y la sal.
En estos barrios todo el mundo se conoce, y los escasos extranjeros que quedan están perfectamente localizados, y llaman la atención. La mirada del oriental —experto en sentir las diferencias— identifica y descubre desde el primer contacto: el otro soy yo.
Si Beirut había gozado de las ventajas de haber sido un mito, fue porque supo acoger sin pedir nada y aceptarlo todo —gentes de Oriente y de Occidente, que aquí “fundaron su casa”, a su gusto y sin tener que rendir cuentas a nadie—. Ser occidental era un prestigio. En una sociedad tan jerarquizada como es la sociedad árabe, recibía muestras de deferencia y de simpatía. Charo Saavedra escribió una vez que ser “mujer, rubia, europea y periodista en Beirut era tener el mundo a sus pies”. Pero hoy, después del triunfo del fanatismo, después de que hayan hecho mella en la ciudad las tendencias islámicas antioccidentales, el americano o el europeo ya ha perdido gran parte de sus atributos con que sus propios habitantes les había adornado, son sospechosos y viven en una completa vulnerabilidad.
¿Che Guevara?
Un corresponsal cubano me contaba que le salieron al paso unos milicianos armados cuando andaba por una calle céntrica con el propósito o bien de cogerle o bien de robarle, porque le creían estadounidense. El hombre no sabía qué hacer para salvarse, hasta que se le ocurrió decir: “Che Guevara, Che Guevara”. Los milicianos nunca habían oído hablar de Cuba ni de Fidel Castro.
Han sido los secuestros de norteamericanos, de franceses, de británicos, de holandeses, de irlandeses, de italianos, y por último de soviéticos —no voy a hablar de los otros secuestros de transeúntes del cielo— lo que ha hecho decir que Beirut es la meca de los secuestradores. Pero antes de todos estos secuestros que tanta publicidad han conseguido —coincidiendo una vez más con el interés “político” del secuestrador de utilizarlo como arma de propaganda—, centenares de libaneses, miles de libaneses, cristianos, musulmanes, pobres y ricos, han caído en la trampa. Se secuestra porque es fácil, porque en una sociedad en la que se ha desbaratado el sistema de convivencia, se ha hundido la Administración del Estado, y en la que son muy vivos lo sentimientos tribales y de pertenecer a un grupo confesional y no a otro, es la forma que está más al alcance de la mano para tratar de hacerse justicia.
Lo que busca casi siempre el secuestrador es conseguir la libertad de un pariente, un amigo, un vecino, un correligionario, aprehendido por “los otros”, a cambio de su rehén. Es decir la cuestión familiar, individual, como fue en el caso de los Rahal cuando secuestraron a Arístegui, con el ánimo de que así forzarían al Gobierno español a dejar libres a sus parientes procesados en Madrid.
Este carácter tribal del uso del secuestro pasa inadvertido, como tantos otros importantes matices, en Occidente. Antes de esta guerra, en ciertas comarcas como Baalbek, oíamos decir que se practicaba, como se practicaba el rapto, el rapto de una mujer cuyos padres no consentían darle por esposa al pretendiente que así, ante el hecho consumado, conseguía casarse con ella, y donde era muy frecuente, también, el crimen de honor.
La “politización” del secuestro, su organización con fines más generales, ha venido después. Los palestinos, sobre todo, lo elevaron a rango de medio de presión política en su lucha desesperada. El secuestro es una peculiaridad de la guerra de Líbano, una guerra sin prisioneros. Su drama es que, en una sociedad del trueque y del regateo, el paso del tiempo sin que se haya efectuado un canje, puede ser fatal para el secuestrado, puede ser su muerte.
Dos concepciones
El uso del secuestro es, por lo tanto, no sólo un método reciente del combate político entre individualidades, grupos, organizaciones, y Estados asentados y bien establecidos, sino una costumbre arraigada en ciertas sociedades orientales en las que ni las ideas de nación y Estado, ni mucho menos del poder judicial o estatal, se han podido encarnar.
En la confusión de lo privado y de lo público, de los intereses particulares y colectivos, azota esta ola de atentados, de operaciones de secuestro, en Beirut y en Oriente Medio, ante los que es muy difícil reaccionar. Sólo un oriental puede concebir que un Estado cambiara toda su política porque le hayan secuestrado un dignatario, un embajador o un ciudadano… Son dos concepciones abocadas a no entenderse, y lo que es más grave para los dos, a enfrentarse con saña y con tenacidad.
Los occidentales y ahora los ciudadanos de los países del Este son rehenes potenciales en Beirut para conseguir objetivos políticos. No hay fuerza humana que les proteja, viven a la intemperie y a pecho descubierto. Pero son también como todos los demás, como todos los libaneses que a pesar de tantas calamidades piensen que se salvarán, que saldrán sanos y salvos, de este ambiente de anarquía.
A veces alguien me pregunta: “¿No tienes miedo de que te secuestren?”
Una de las cosas que hago, sobre todo por la noche, cuando después del trabajo cruzo por la calle Hamra, peligrosa y desierta, hacia mi domicilio, es ir a a pie, no ir en automóvil, porque el automóvil es más tentador para los milicianos y bandidos que campan a sus anchas por la desolación nocturna de Beirut.
Voy a pie, a paso vivo, con Iibros y periódicos en la mano. Paso siempre por el mismo sitio, veo las mismas caras: algunos vendedores ambulantes que ofrecen tabaco de contrabando o increíbles ramos de flores mustias.
A veces, el miedo me golpea, me golpea unos instantes el corazón.
Cuando veo las luces encendidas de la esquina de mi casa, me siento seguro.
No, no me secuestrarán.
