José Luis Cano - Tomás Alcoverro
Escritores en la orilla

Málaga, poesía y amistad

José Luis Cano

La crítica cordial de José Luis Cano

Había en los años 1928 o 1929, en la ciudad de Málaga, un estudiante de bachillerato que sintió muy pronto la vocación poética. El jovencito que sin entusiasmo iba a las clases del Instituto o se paseaba por la Acera de la Marina, vivía en una casita de la Caleta. «Málaga era entonces un paraíso —»la ciudad de paraíso» la ha llamado Aleixandre—, una ciudad indolente y ociosa que el sol doraba cada día, mientras se recostaba perezosamente y el mar besaba sus playas aún no descubiertas por el turismo.» El poetilla, que ya escribía versos, tenía por biblia poética «la Segunda Antología poética» de Juan Ramón Jiménez, en aquella primera y humilde edición de la Colección Universal que valía una peseta. «El Romancero gitano» le deslumbró con su imaginería inspirada, y «Emilio Prados, entonces, director de Litoral, la bella revista malagueña de poesía, era su mentor de aventuras poéticas». A través de aquella amistad conoció la nueva poesía de los poetas de la generación del 27. Prados no sólo le regalaba los números de su revista o los libros que imprimía en su propia imprenta, «Sur», que él mismo con la ayuda de otro poeta-impresor, Manuel Altolaguirre, componían amorosamente, sino que le entregaba otras publicaciones y libros de Juan Ramón Jiménez, Machado, Rubén Darío o, quizá, unos diálogos de Platón. 

Prados animó esta vocación literaria. Hablaba diariamente con el estudiante sobre poesía. Andaban juntos por el puerto. E, incluso, una cierta mañana le presentó en la desaparecida Acera de la Marina, con «una chispa de divertida satisfacción tras los cristales de las gafas», sabiendo que iba a impresionársele, García Lorca. «Federico García Lorca —dijo— José Luis Cano, poetilla.» 

Alrededor de aquella revista, Litoral, se congregó un interesantísimo grupo poético que más tarde debería ser llamado «Generación del 27», pero que José Luis Cano prefiere denominarlo «generación de la amistad». Fue en ella donde publicaron algunas de sus obras aquellos poetas. Y fue también Litoral la que rindió un homenaje a Góngora, dedicándole uno de sus números, que llevaba una fecha ya histórica en la moderna literatura española, octubre de 1927. «En este número colaboraron casi todos los poetas de la generación del 27, acompañados de Pablo Picasso, Juan Gris que firmó la cubierta y casi todos los pintores de la escuela española de París.» «El número gongorino mostró una vez más la altura y la calidad de una generación literaria que apuntaba —dice J. L. Cano— a la más difícil diana: la creación estética depurada, la resistencia a lo fácil, lo académico, y lo vulgar.» 

Estos años de adolescencia malagueña iban a decidir la vida creadora del poetilla, como decía a su joven amigo Emilio Prados. Le animarían a seguir una aventura espiritual, mantenida con las lecturas más nuevas y exigentes de aquel momento, y le convertían, también, en un testigo de excepción de todo aquel movimiento de renovación de la poesía española, de fervor y pasión por el trabajo creador. 

A través de Emilio Prados, J. L. Cano conocería, más tarde, a otros poetas del grupo que también colaboraban en Litoral, como Vicente Aleixandre, que volvió a encontrar en Madrid, cuando el bachiller inició su carrera de Derecho en la capital de España, y cuyas señas que un día le diera el poeta sevillano, Velingtonia, 3, iban a ser las más conocidas durante todos estos años por los aprendices de poeta, y por todos aquellos que han amado la poesía. 

Este libro que J. L. Cano ha publicado ahora es, pues, mucho más que una recopilación de artículos de crítica literaria sobre la obra de los poetas de la generación del 27, cuyas fechas de arranque y cierre del primer ciclo serían según él, «respectivamente 1929 y 1935». Muchas de estas críticas se inician con unos párrafos evocativos de aquellos años de Málaga, de una lectura hecha entonces de un libro más tarde leído, éste poema, por ejemplo, de Moreneno Villa, «Jacinta, la pelirroja», cuya protagonista femenina esbelta, deportiva, pobló tantos sueños del autor. Hay también páginas de memorias cordiales que titula precisamente «Federico García Lorca en mi recuerdo», que se encuentra al iniciar el libro, o «Emilio Prados en mi recuerdo» o «Manuel Altolaguirre, ángel malagueño», emocionadas elegías a dos poetas de la «España peregrina» que murieron lejos de su ciudad, con las que se cierra el volumen. 

Es siempre crítica clara y cordial la que hace Cano de estos poetas, desde García Lorca, Moreno Villa, pasando por Pedro Salinas, Jorge Guillén, Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre, Luis Cerduda, Rafael Alberti, Emilio Prados o Manuel Altolaguirre. 

La ordenación de estos trabajos nos permite, además, seguir la propia peripecia generacioal, la evolución de su estética. Aquellos hombres que en los años de la Dictadura viven en un extraordinario ambiente literario —«Tantos amigos, estupendos escritores, pintores, músicos, científicos, poetas, arquitectos… ¡Hay un rumor renacentista que los mantiene en vilo! ¡Qué maravilla! Durante veinte años he sentido este ritmo emulatorio y he dicho: Así vale la pena de vivir»—, un centenar de personas de primer orden, trabajando con la ilusión máxima, a alta presión e inteligencia, al trabajo creador y que habían querido purificar la poesía, convertir en una continua exigencia —tiempos del arte deshumanizado—, conocen, después, la guerra, el destierro, el odio, la nostalgia y algunos, definitivamente, la destrucción.

José Luis Cano ha sabido describir la evolución de su poesía con escrupulosidad atenta. En muchos casos, los libros que publicaban esos poetas de la «España peregrina», allá al otro lado del Atlántico, en Méjico o en la Argentina, pasaban desapercibidos en la Península. Pero él, unido a sus antiguos amigos o mentores, con los que mantenía un continuo epistolario que, muchas veces reproducido fragmentariamente en el contexto de sus trabajos críticos, les dan un aire de respetuosa intimidad, sirven para evidenciar aún más la calidad humana y literaria de aquellos escritores, iba comentando con interés, con claridad, con simpatía, sus últimas obras. 

«La tragedia de la guerra civil y de la guerra mundial arrastró a casi todos los poetas del 27 —escribe— hacia un humanismo poético, hacia una poesía teñida de realismo temporal, histórico.» A la lectura de los poemas de Juan Ramón Jiménez siguió, sobre todo, la lectura de los poemas de Antonio Machado, al que, al principio, aquellos poetas puros habían tenido un poco olvidado. 

Dámaso Alonso publicará en 1944 un libro revolucionario en la poesía española de la época, «Los hijos de la ira», y declarará tajantemente: «Nada aborrezco más ahora que el estéril esteticismo en que se ha debatido desde hace años el medio siglo de arte contemporáneo. Hoy es sólo el corazón del hombre lo que me interesa: expresar con mi dolor o con mi esperanza el anhelo o la angustia del eterno corazón del hombre. Llegar a él según las sazones, por caminos de belleza o a zarpazos». De igual forma Salinas, Guillén —que de «Cántico» pasará a «Mare mágnum»—, Aleixandre, necesitarán «humanizar» su arte. Aquí está, por ejemplo, esta «Historia del corazón» o este último libro estremecedor «Poemas de la consumación», de Vicente Aleixandre, que no se cansará ahora de repetir que «poesía es comunicación». 

A medida que adelanta el libro, se va completando la obra y la vida de estos poetas. Son muy interesantes las páginas que dedica a la labor crítica de Dámaso Alonso, o los artículos que versan sobre la poesía de Luis Cernuda, en los que habla de sus relaciones literarias con Bécquer o Keats, o de ese mundo griego, de esa felicidad andaluza que, al paso del tiempo, a través de esta tensión constante entre la realidad y el deseo, va tiñendo su poesía indolente de una nostalgia, quizá enmascarada de indiferencia, por aquel paisaje del sur de España, donde él vivió en los años anteriores al exilio. 

Litoral, como estas revistas de vanguardia de los años veinte, ha dejado ya de existir. Algunos poetas han cantado con estremecimiento su vejez, su consumación. La generación del 27 y su experiencia parecen ya lejos. José Luis Cano ha dibujado su camino, casi sin sentirlo, artículo tras artículo. Nos ha transmitido este envidiable clima de exigencia creadora. Nos ha recordado aquel hermoso encuentro con García Lorca en Málaga, aquella excursión nocturna al Palo, donde bebieron vino y comieron chanquetes y se bañaron en el mar. «Cuando los poetillas llegamos a nuestras casas nadie dormía en ellas. La reprimenda fue terrible y seguida de severas prohibiciones. A los pocos días, pasada la tormenta, pregunté a Prados por Federico. Sólo me supo decir que al día siguiente de la hermosa reunión había desaparecido, misteriosamente, en taxi, hacia Granada.» ¿Qué año era? ¿Quizá 1928? ¿Acaso 1929?

«La poesía de la generación del 27», de José Luis Cano. Ediciones Guadarrama. Madrid.

Artículo sobre José Luis Cano - Tomás Alcoverro
Artículo sobre José Luis Cano. 28 de mayo de 1970 – La Vanguardia