
He leído con tiempo «Contramutis» de Onetti. Lo he leído, la primera vez, despacio, tomando algunas notas, subrayando ciertas frases. No he leído la obra de un tirón, sino alternando su lectura con la de otros libros, o dejando entre páginas y páginas, algunas largas ausencias de lector, tentado, sobre todo, por el delicioso encanto de las cosas en bruto, inmediatas, fugaces, quizás incoherentes.
Después, al querer escribir este artículo, he vuelto a «Contramutis». He releído toda la novela en pocas horas, pero saltándome ahora ciertos pasajes; releyendo, en cambio, con atención, las notas que había escrito con anterioridad y los párrafos señalados en mi primera lectura.
Cuento esto porque, en este caso, creo que me ha servido para aproximarme al libro del argentino Onetti. Me parece importante, al intentar la crítica literatria, iluminar con lucidez el método de lectura empleado originariamente. Así mi forma distanciada en el tiempo —porque ha sido morosa— y en la sucesión especial de las frases —porque al releerlo me he saltado muchas páginas de la obra— me ha ayudado a formarme una idea objetiva del libro.
Meses antes terminé la lectura de «Rayuela», de Julio Cortázar. Este libro, fabuloso e inteligente, me dio, por vez primera, la oportunidad de iniciar una experiencia «no alienada» de lector. Uno de los grandes aciertos de Cortázar en «Rayuela» es que ofrece en cada momento —gracias a la técnica de alternar los capítulos de orden correlativo y argumental, convencional al fin, de la novela—, con sus capítulos —remisiones en los que niega, rectifica, o ironiza la anterior «implantación» de la realidad descrita literariamente— la decisión de leer el libro con mayor o menor profundidad al mismo lector. El lector elige, al doblar cada página y llegar al final del capítulo, si desea seguir leyendo la novela convencionalmente, es decir, un capítulo detrás de otro, o si acepta la aventura que el autor le propone con las remisiones más o menos alternadas. Y en este último caso puede interrumpir, siempre que lo desee, el nuevo camino emprendido. La participación, por lo tanto, del lector en el «hacerse» de la obra es extraordinaria. Nunca me había sentido tan libre como lector, ante una obra que como ésta no se me imponía como algo cerrado, sino que tan sólo se me proponia como un haz de posibilidades.
«Contramutis» me recordaba al principio algo de «Rayuela». Pero no sabía decir en qué la influencia de «Rayuela», sin embargo, se puede rastrear en «Contramutis». Pero «Contramutis» es un libro raro, como raro es su mismo título. Es una novela escrita con distintas técnicas, desde distintos puntos de vista. Hay un argumento lineal, pero que se puede construir partiendo de cualquiera de sus dos polos más importantes.
Un actor, Roberto Lupo, se suicida. Antes de suicidarse, entra en una funeraria donde encuentra a Peloquieto y Hilda. Peloquieto y Hilda —y así comienza el libro— inventan cada noche o cada día la historia de Roberto Lupo y de su pareja Julia. De esta suerte avanza el libro escrito con varias técnicas —la del guión cinematográfico, la de la sátira política, la de la novela de ciencia ficción, la del «comic»— mezcladas siempre con toda clase de elementos heterogéneos. En algún momento parece que la obra carezca de unidad. Es como un «puzzle». Jorge Onetti gusta de mostrarse anti romántico —«el íntimo aroma del café triunfaba en la cocina»—, de descubrir la vida onírica —«se dormía sin transición y las historias se prolongaban en los sueños y los sueños en los juegos que llegaban por la mañana y ése era el mundo»—, de jugar con las palabras, con su sentido y su música —«y nosotros como una canción o un poema, anonadados, ofrendados, sudados, dados, dos»—…
Peloquieto y Hilda, al tiempo que inventan o que cuentan la historia vulgar de Lupo, se confunden con él y con Julia. Parece que alguien —¿quién?— les haya impuesto el «deber y la necesidad de contar su historia». Hay en estas páginas un tema, casi musical, que aparece una y otra vez. «Demuestra que estamos fritos si vamos al juego de los otros» o «voy a pedirle cuentas a ese cobarde; así sabremos si él es nuestro preso o si es que nos tiene atrapados a nosotros». ¿Quién depende de quién? ¿O quién inventa a quién, Lupo o la pareja de la funeraria?
El lector va de sorpresa en sorpresa. Ahora el libro está escrito en verso rimado, ahora hay un viaje insuperable, tierra de los pargatas, o un golpe de Estado, en el que triunfa el general Focilón, o un guión de cine que no tiene nada que ver con el argumento de la obra, o el relato de la vida de Peloquieto y Hilda, o la propia autobiografía del actor Roberto Lupo…
Lupo es un ser flotante, que no arraiga en la sociedad. «No encontraba con quienes integrarme para nada concreto.» «Abandoné mi clase, no me incorporé a ninguna.» «Comprendiste de pronto —copio todo un párrafo— que eras un náufrago aquí y en todas partes. No lograbas ver claro. Conocías los puntos cardinales pero flotabas a la deriva. No hacías pie en aquella realidad enrarecida, poco concreta y sospechabas que la teoría, solita, no podía ayudarte; porque se volvía justificación, cinismo, engrupimiento, o aislaba más todavía. Entonces, sólo atinabas a un humor dudoso, amargo, casi guarango: El error estaba en que querías salvarte o destruirte solo, y no eras un mito.»
¿Qué le empuja a Lupo a hacer el «mutis» a la manifestación política callejera? ¿Qué empuja al exactor radiofónico a sumarse a aquella larga cola que se forma, cuando muere Elba, la compañera de Focilón, una cola tan larga que pasan los meses y él apenas avanza, para poder ver el cadáver de la Señora, una cola que necesita de la ayuda de la aviación extranjera a fin de poder suministrar los alimentos a los que están en la punta remota?
«Estuve lo suficiente en la cola —dice Lupo— como para sentirme rodeado por el malestar colectivo. Suponía que el asunto se arreglaría igual que cuando de chico se me pegaba un pedazo de chicle en los dedos. La única manera de sacármelo era pegándolo a un trozo mayor. De esta manera, resultaba posible que mi malestar se adhiriera en el popular y colectivo, arrancándoseme de mí cuando abandonara el lugar.»
La tragedia de Lupo es que no puede sentir en su carne ese dolor. Es un ser marginal, que vive la imposibilidad de la comunicación. De aquí que antes de su final arrecie en su esfuerzo de encontrar un «negativo» de sí mismo; que se invente como «negativo» para que así existan muchas posibilidades de que surja en alguna parte un «positivo» que viviera lo contrario que el vivió. Con esta luz se entiende ahora el libro, casi su mismo título, la manera en que están escritas muchas de sus frases «en negativo» como ésta: «Pese a que vestían trajes camuflados, pude entrever grupos de numerosos «paras» que anhelaban ser perseguidos por nosotros.» Lupo se suicida porque quiere que alguien encuentre su propia vida, desarrolle sus mismas posibilidades humanas. Siente la necesidad de creer en alguien, en algo «aunque no existan ni las más dudosas probabilidades de que pueda ocurrir a un costado del mundo una incierta realidad que me contradiga, contraponga fines valiosos, contramache, regrese, contraiga compromisos, contrapese iniquidades.» El estilo del último caipítulo que rechaza todo signo de puntuación, que sigue el ritmo de la prosa interior, que insiste en el forcejeo y la negación del lenguaje convencional, ahonda la vida de Lupo, le arrastra a su ciudad natal, a sus mismas calles polvorientas, al lento transcurrir de sus vecinos, a la quieta actividad de sus cofradías, a su infancia. Es la gran regresión de Roberto Lupo al mismo claustro materno, por su incapacidad de solidarizarse con los demás, poco después de haber inventado a Peloquieto y a Hilda en su visita a la funeraria, para que ellos le inventen a él y cuenten su historia después de su suicidio. Porque como dice Onetti, «nadie se mata por algo, sino contra algo».
