
Los dos libros (1) que hasta ahora ha publicado el catedrático Ángel Latorre revelan, ante todo, una clara vocación pedagógica. Ángel Latorre que, posiblemente, se siente más inclinado al saber humanístico, se ha comprometido en estas dos obras con lo que ha sido su misión profesional. En el primero, aparecido hace cinco años, «Universidad y sociedad», meditó con lucidez sobre el ámbito en que se circunscribía su tarea docente. Ahora nos ha dado, en este nuevo libro, un itinerario para la ciencia del Derecho. Los dos, por lo tanto, cumplen una misma finalidad: la de orientar al universitario sobre todo, y al estudiante o al estudioso del Derecho.
Habrá pocos profesores que se hayan entregado con tanta generosidad como Latorre a sus alumnos. Latorre cree, como Newman, que «el fin principal de la Universidad es la educación liberal que, en esencia, podría entenderse como el conjunto de conocimientos que un hombre ha de tener como tal hombre, con independencia de su concreta actividad profesional o de su especialización».
Se ocupaba, después de tratar de la limitada extracción social de los universitarios, de la mentalidad y de la escala de valores burgueses de la Universidad, de los fines de la institución que eran la preparación científica y técnica de tipo profesional, la formación social que requiere cada profesión y la educación general que puede darse al margen de su aplicación profesional.
En su libro escrito con un estilo preciso y elegante —como cumpliendo el deseo del verso de Machado que él mismo cita, «Inteligencia, dame el exacto nombre de las cosas»— evocaba muchos de los problemas de la enseñanza, de la necesaria integración de la Universidad a la Sociedad que debe servir y con cuyos problemas debe enfrentarse, o la forma en que hay que educar al hombre «no por segmentos independientes, sino orgánicamente, en su totalidad».
Si el aprendizaje de una determinada materia debe apuntar al futuro de la ciencia, porque la ciencia no es algo hecho sino en permanente movimiento, y porque el profesional deberá ir resolviendo nuevos problemas de acuerdo con nuevas técnicas, la función esencial del profesor no es suministrar al alumnado, regularmente, la lección magistral, no es explicar, «sino enseñarle a leer para contrastar opiniones, suscitar problemas, incitar a la reflexión, despertar la curiosidad del estudiante, resolverle las dudas que éste tenga». Y añade Latorre algunas páginas más adelante: «El viejo concepto que inculcaba a una juventud respetuosa y reverencial, está relegado al mismo desván que las togas y birretes con que se revestían nuestros antecesores para subir a la Cátedra».
De este libro se desprende el gran respeto que siente el autor por la libertad de la persona, a cuyo servicio debe estar la Universidad que tiene que darle «rigor de método» y «claridad de visión». Estas dos condiciones serían, a su juicio, las que marcarían la verdadera calidad del hombre universitario. ¿Pero es posible, se pregunta, este tipo de educación cívica respetando la idea de libertad? Sin el espíritu de convivencia o el espíritu de diálogo es imposible —escribe— construir «una sociedad que no oscile indefinidamente entre el despotismo y la anarquía».
Con este talante, Latorrre ha compuesto también la «Introducción al Derecho». «Esta introducción —dice— pretende ser una apología del Derecho por el Derecho mismo, por su importancia para la convivencia, por su fuerza normativa». El mismo se adscribe a un positivismo actual, abierto a las actuales necesidades de nuestro tiempo. Lo que le interesa ahora a Latorre es también promover y consolidar vocaciones para el estudio del Derecho.
En este libro que nos pone en guardia ante un sociologismo jurídico excesivo, que nos aproxima al renacer del movimiento iusnaturalista a través del pensamiento de Stamler, de Hartman, de Max Scheler, en muchos países de Europa, hace también Latorre profesión de su fe: «Defiendo la tradición humanista y liberal que triunfa en el siglo XVIII… y cuyo principio esencial es la idea kantiana de que todo ser humano es un fin en sí mismo y no debe servir de instrumento a nadie ni a nada». Ángel Latorre continúa: «Y creo que esa tradición hay que perfeccionarla hasta darle un contenido pleno y auténtico para todos los seres humanos». Quizá las mejores páginas del libro son las dedicadas a la Ciencia del Derecho. ¿Es posible una Ciencia del Derecho? Latorre revive la interesante polémica que suscitó Kirchmann, que en su célebre conferencia sobre «La falta de valor de jurisprudencia como ciencia» había dicho entre otras cosas: «Todas las ciencias tienen leyes y las leyes son su finalidad suprema. Todas las ciencias en todos los tiempos tienen, además de las leyes verdaderas, otras falsas. Pero la falsedad de éstas no ejerece influencia alguna sobre su objeto. La tierra siguió girando alrededor del sol, aunque Tolomeo convirtiera en ley lo contrario… Otra cosa ocurre con las leyes positivas del Derecho. Respaldadas por la fuerza, se imponen verdaderas o falsas al objeto…».
El Derecho es, hoy, un instrumento de reforma social, un medio educador de los ciudadanos, una posibilidad de crear una nueva y más justa convivencia dentro de la comunidad humana. Pero no por ello puede olvidar al Derecho Civil, caído en cierto descrédito, sobre todo por lo que se refiera a su principio esencial de la «autonomía de la voluntdad», porque, como bien nos dice Latorre, el Derecho Civil «sigue siendo el trasfondo general ante el que se mueven la mayoría de las otras disciplinas jurídicas».
El estudio de Ángel Latorre es meticuloso, evita, siempre, la fácil postura exagerada. Nos enseña posiblemente una de las cualidades más esenciales del hombre de leyes, una de esas cualidades que exige el respeto a la norma que no debe convertirse en un legalismo ciego, pero que tampoco puede desconocer las constantes «reglas del juego», tan convencionales como se quiera, pero que encierran siempre la práctica y la teoría del Derecho. Yo lo llamaría «claridad», tan lejana a la actitud romántica como próxima, sin embargo, a la imaginación creadora… Y ahora, me viene a la memoria aquello que exigía Lain Entralgo de la Universidad: «En la Universidad se debe enseñar a decir una cosa después de otra y no una cosa dentro de otra». Esta aceptación de lo que Kelsen llamaba la «norma hipotética fundamental», qué duda cabe, es también la gran servidumbre del hombre de leyes. ¿Pero es posible otra cosa?
Ángel Latorre termina su libro con otra preciosa cita de Kant: «La reflexión filosófica no alumbra precisamente las regiones para nosotros misteriosas situadas más allá del mundo de los entendidos, sino los rincones más obscuros de nuestro propio entendimiento». La íntima meditación de Latorre en su sistemática obra sobre el Derecho, aclara ésa, a veces difícil oscuridad de la ciencia jurídica. De nuevo, su vocación generosa se ha puesto al servicio de la Universidad, con mayúscula.
1. «Universidad y Sociedad». Ediciones Ariel, Barcelona — «Introducción al Derecho». Ediciones Ariel, Barcelona.