
A los diez años de la muerte de Valery Larbaud
Uno de los encuentros para mí más agradables fue el de «Fermina Márquez», de Valery Larbaud. Ocurren, a veces, estas cosas inesperadas en la vida del lector. Ciertamente puede haber una predisposición a la búsqueda o a la aventura. Quizá vivir no sea más que ir conquistando la propia conciencia adormecida, es decir, ir venciendo las inhibiciones que no sólo nos apartan de seres y de cosas, sino que, a veces, nos los hacen perder estúpidamente. «Fermina Márquez» fue la conquista de una aventura libresca como lo fueron el «Demian», de Herman Hesse, o «La sed del alma», de Mauriac.
Conozco dos ediciones españolas de la novela: la de la Colección Contemporánea de Calpe, que es la que yo compré, de 1921, y la de la «Austral». No olvidé ya al escritor y aquel mismo año en verano, mientras paseaba una tarde por Neuchatel y curioseaba una vitrina de una librería, vi expuesta otra de sus obras. «Giro dell’Oca», en una bonita edición franco-suiza que me apresuré a adquirir.
«Giro dell’Oca» es el diario de un viaje que Larbaud realizó por Suiza, un notebook, fresco e inteligente, en donde se apuntan agudas observaciones sobre las peculiaridades lingüísticas del cantón de Berna, las entrevistas con algunos escritores de Ginebra o Lausana, rápidas notas de ciudades, los menús de los hoteles, o fugaces impresiones como esta: «A l’heure du plein des “tramways” quelques jeunes filles de neige. Le bleu de l’eau dans l’ecluse; d’epaisses plaques d’eau de ce bleu, presque saphir, tombe a une vitesse formidable et parait inmobile».
«Giro dell’Oca» es un libro ligero y refinado en el que, no obstante, se encuentra el talento del verdadero escritor, del crítico profundo que fue Valery Larbaud.
«La lápida del hotel de Inglaterra en Lausana —escribe— indica que Byron compuso en esta casa el «Prisionero de Chillón». Quizá sea así, pero yo creo que esto dará a mucha gente la idea de que Byron fue allí para escribir este poema y que se marchó una vez lo hubo terminado; y con ello sacarán la conclusión de que los trabajos literarios son realizados entre unas fechas muy precisas, olvidando y perdiendo de vista toda la labor preparatoria, inconsciente, después consciente, y el trabajo de copias sucesivas con las correcciones y rectificaciones posteriores a la redacción de la obra.»
El libro llega al final de esta manera: «A la sortie nous avons croisé un officier Suisse en compagnie de sa femme et avons entendu (de lui): «Scometto». And now I’ll go to bed and read Gottfried Keller’s poems».
Frases en inglés, palabras en italiano, en español. Fue Valery Larbaud un francés muy abierto a la literatura inglesa y a la española. Es el autor de los primeros comentarios sobre James Joyce, traductor de Walth Withman y Samuel Butler, y el introductor, en París, de Ramón Gómez de la Serna, Gabriel Miró.
Es el que contribuye a propagar la fórmula del «monólogo interior», que es la manera en que escribió esta deliciosa «Fermina Márquez», publicada en mil novecientos once. La novela fue traducida maravillosamenite por Enrique Díez Caedo, que en una breve presentación dice: «Para Valery Larbaud los estudios de carácter tienen su punto máximo de interés en aquella sazón primera del alma adolescente cuando todavía sigue sus propios impulsos, tempestuosos o plácidos, antes de que el contacto con otros seres moldeados ya por la vida los desvíe o deforme».
Han sido los adolescentes, los personajes de sus libros, de «Enfantines», de «Beauté, mon beau souci», de su famoso «A. O. Barnaboth», en el que cuenta la vida de aquel joven «riche amateur» con 10.450.000 libras de renta. «Fermina Márquez» es la novela de un pensionado, de San Agustín, muy próximo a París, tan próximo que, a veces, Santos y el negro Demoisel, alumnos internos, alquilaban de noche unos caballos al profesor de equitación y se escapaban a la gran ciudad. «A caballo, pues, iban hasta la estación más cercana y en veinticinco minutos los dos compañeros se presentaban en París. A la vuelta recogían los caballos, que dejaban en la cuadra de un parador y volvían a galope al colegio.»
En San Agustín había muchos alumnos hispanoamericanos y el idioma que predominaba era el español. El tono dominante del instituto era la irrisión para toda sensiblería y la exaltación de las virtudes más ásperas. Cierta vez llegaron al colegio dos muchachas vestidas de azul, acompañadas de una señora gruesa. Eran los Márquez, Fermina y Pilar, y su tía Mama Doloré, colombianas, que visitaban al hermano pequeño que estudiaba allí. Aquellas visitas se repetían cada tarde, y Fermina iba a convertirse para los alumnos de San Agustín en la primera ilusión del amor, mientras la veían pasear por el parque o jugar ágilmente en el campo de tenis. Todos se enamoraron de Fermina, Santos, Joany Leniot, el pobre Camilo Moutier, «trasto de sufrimento y lágrimas», torturado con burlas espantosas y humillaciones que hacen deseable la muerte. Por la noche podían recordarla en la melancolía de aquellos dormitorios, cuando se oye el gemido lejano de los trenes hacia París como si huyeran espantados. Joany Leniot fue designado por el prefecto para acompañar a las señoras. Leniot era el alumno más brillante y aplicado del Instituto. Orgulloso y con sueños de reconstruir el gran Imperio Romano, quería enamorar a la hermosa americana. Pero Joany quedó prendado de Fermina. «Hace un mes no sabía yo a punto fijo a quién quería agradar, pero estaba seguro de que se presentaría. Para honrar su llegada, decoraba yo de gloria toda mi vida. Me empeñaba en hacer de mi vida un palacio hermoso que ella viniese a ocupar. Ya ha llegado aquella persona: es usted.»
¡Con qué delicadeza describe Valery Larbaud el alma de estos adolescentes animada con el deseo de inmortalidad, del trabajo creador, de la perfección; la angustia ante los primeros contactos con un mundo que se adivina empobrecido e injusto, la violenta caída en la realidad mágica de la emoción! Pero están, también, los otros, aquellos que instintivamente apuestan por la vida más segura, por el placer, la renuncia a la imaginación y al espíritu, la entrega absoluta, quizá con alguna calaverada pero sin rebeldías, a las condiciones impuestas a su destino desde antes que nacieran. Se intuyen ya los caminos futuros, las diferentes maneras de realizarse, las dudas en la elección de las opciones, los fracasos de la destrucción.
La presencia de Fermina Márquez se refleja claramente sobre estos adolescentes, que ante ella —«¡Una muchacha; al verla entraban deseos de batir palmas, ganas de bailar en torno suyo!»— animan y despiertan su carácter, lo profundizan, pasan de la ilusión al desprecio, prueban la aventura de salir de sí mismos, vuelven al convencimiento, después de ser rechazados, de que la verdadera vida es una vida interior, se agigantan como si fuesen genios o lloran al final y se desinteresan de la gloria.
Pero el curso de San Agustín se acaba. «Sin lecciones que estudiar, sin trabajos que hacer, sin castigos que temer, llegan los últimos días del año escolar. Tan hermosos son que no se acuerda uno ya de lo que hizo. Eran a mi parecer, como grandes salas bañadas por el sol».
Valery Larbaud, como todo escritor que se ha dedicado con sinceridad a la tarea comprometida de contar y describir la Realidad, convierte a sus lectores en lectores de sí mismos. Proust decía que su obra, la «Recherche», era «le moyen de lire en eux-mêmes». Por eso, al llegar a esos días vacíos, bañados por el sol, nos sentimos tranquilos y sobresaltados. Aún no sabemos que Joany Leniot ha muerto, que San Agustín ha sido cerrado y «que en la pared del patio de honor la lápida de mármol en que se leían inscritos los nombres de las Almas Muertas por la Patria y por los Altares», está rajada.