Una sirvienta en el altillo - Tomás Alcoverro
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Una sirvienta en el altillo

Una sirvienta en el altillo - Tomás Alcoverro
Desamparadas. Empleadas domésticas despedidas por sus empleadores aguardan junto a sus maletas frente a la embajada de Etiopía en Beirut, el pasado miércoles. JOSEPH EID / AFP

El oscuro ‘tedjite’, donde duermen las empleadas domésticas en Beirut, simboliza su servidumbre

A los pocos días de lle­gar a Beirut mi ami­ga Angelines Jun­queras me mostró un pequeño altillo que había encima de su cocina, que en árabe llaman tedjite. Era el lugar destinado para que durmie­se la empleada doméstica. Duran­te estos días he vaciado, no sin pena, mis tres tedjites –uno sobre la cocina, otro sobre el cuarto de baño, el tercero sobre el pasillo– de centenares de diarios, revistas, programas de viajes, guiones de conferencias, textos escritos a mano de mis crónicas, carteles, pasquines políticos, hojas volan­deras de los años de la guerra, en español, árabe, francés, inglés, ca­talán, griego, turco. Un tesoro del tiempo, tras cincuenta años de vida de corresponsal.

Esto han sido para mí, tan solo, estos espacios domésticos que empezaron a construirse en los años cuarenta como elemento de la arquitectura urbana, concebi­dos como despensa, para guardar garrafas de aceite, enseres case­ros, recoger alfombras durante el verano, antes de dedicarse muy especialmente a dormitorio para chicas de servir, que de noche po­dían encaramarse al tedjite por unas escalerillas de madera.

De una altura no mayor de un metro, el tedjite tiene unos pocos metros cuadrados. En las casas de nueva construcción ya no se in­cluye en su plano. El tedjite –un zulo, como lo describe Txell Fei­xas en su magnífico libro Dones valentes– ha sido el vergonzante símbolo del trato que reciben las empleadas domésticas, en su mayoría procedentes de Filipinas, Sri Lanka, Etiopía o Bangladesh, y que representan la mitad del me­dio millón de trabajadores inmi­grantes en Líbano. Pese a todos los conflictos e incertidumbres de Lí­bano prefieren trabajar aquí antes que en sus paupérrimos países. En los sesenta eran egipcias y sirias las que llegaban atraídas por los fulgores cosmopolitas de esta capital, donde no era bien visto que las libanesas se dedicasen a estos menesteres.

La crisis ha dejado en la calle a cientos de sirvientas extranjeras, sin derechos bajo la ley de la ‘kafala’

En Beirut cualquier familia que se precie tiene una asiática o afri­cana a su servicio. Es un signo de distinción social y además las con­siguen por poco dinero. Cuando salen a la calle, acompañando a sus empleadores, caminan sumi­sas, algunos pasos detrás, tienen que pechar con los niños y estar a su servicio y antojo. 

No es solo en la península Ará­biga donde hay escándalos, abusos, violaciones de esta dócil ma­no de obra, sino también en Líba­no. Es indudable que su situación aquí es más conocida y ventilada gracias a la libertad de prensa, in­existente en los demás países ára­bes. Suicidios –a veces arrojándo­se por los balcones–, violaciones y tentativas de fuga son frecuentes entre las empleadas domésticas. A menudo aparecen en los diarios anuncios como “Se busca, srilan­kesa”, con su fotografía y señas de identidad, advirtiendo a quien la localice que “comunique su para­dero, absteniéndose sobre todo de contratarla”. Cuando los dueños se ausentan de casa, acostumbran a cerrarlas con llave. No las dejan salir los domingos para que no puedan relacionarse con otras compañeras de trabajo. La misa de doce de las iglesias es su cita se­manal porque la mayoría profe­san la religión cristiana.

La vergonzosa kafala es una ley en vigor que confiere al emplea­dor el derecho de disponer impu­nemente de su libertad, permi­tiéndole retener su pasaporte, recluirla en su domicilio, o incluso privarla de su salario bajo pretex­to de entregárselo al final, o des­contarle una parte del dinero ade­lantado para el viaje o los gastos de la agencia intermediaria.

El tedjite, angosto y oscuro, es el símbolo de su servidumbre. A raíz del hundimiento de la libra liba­nesa en los últimos meses, y de la especulación sin freno del dólar, muchas familias libanesas ya no pueden pagarse la sirvienta y se desprenden de ellas dejándolas en la calle, frente a su embajada, con sus maletas. En las últimas semanas se han visto a cientos de estas mujeres desamparadas frente a la embajada de Etiopía, esperando a ser repatriadas a su país. En plena pandemia y con el aeropuerto de Beirut cerrado, se han encontrado con una puerta cerrada.

Si los árabes se lamentan con ra­zón del racismo que padecen en Europa, su comportamiento con la gente de color, sobre todo con la raza negra, es indignante. Fueron ellos los primeros que hace siglos, a partir de la isla de Zanzíbar, emprendieron la trata de esclavos en África. En árabe la palabra abed quiere decir tanto esclavo como negro. Las historias del tedjite son, a menudo, sórdidas.

Artículo publicado en La Vanguardia el 30 de junio de 2020.