
Amo las islas y los países pequeños. En un viaje de adolescencia prolongado con mis amigos Ramón Comellas y Ramón Montaña desembarqué por primera vez en Chipre y después en El Líbano, dos Estados pequeños del Mediterráneo Oriental. En la isla de Afrodita y en el país de los cedros, se han cebado tragedias que sobrepasan la resistencia de sus pobladores. Nadie les puede achacar su culpabilidad. Se han convertido en “países objeto”, en campos de lucha y de maquinaciones internacionales.
Beirut, la capital de El Líbano, era entonces, en 1968, una metrópoli segura y confiada, floreciente y cosmopolita. Sin embargo, en Nicosia, la capital chipriota, que en griego llaman Lefkosia, la guerra entre las comunidades turca y griega ya había dividido la ciudad.
Tuve en Nicosia la primera experiencia de vivir la emoción, a veces el miedo, de deambular por la zigzagueante línea fronteriza que desgarraba el casco viejo de la capital, la Nicosia intramuros, jugando a perderme por la zona prohibida o equivocándome de verdad en mi camino, siendo detenido por algún escrupuloso y sorprendido soldado de guardia.
Como un imán, me atraían los puestos de vigilancia con sus banderas de distintos colores —la de la ONU, la griega, la turca—, las barricadas al final de cualquier callecita o en una repentina esquina. Me gustaba practicar, tantear, el «régimen de la diferencia», hablando en este lado con los griegos o, más lejos, con los turcos, de lo que era muy suyo pero que yo percibía también como mío, porque era una experiencia de algo, un tiempo, un estilo de vida, una ciudad, que estaba entero y que, de pronto, se rompió.
El hotel Ledra, frente a la muralla veneciana, estaba en el vértice o en el umbral de lo prohibido. Por sus vacías salas, con las sillas sentadas una sobre otra, cruzaban oficiales y soldados del contingente militar de la ONU destacado en la isla. Era su cuartel general, en la zona intermedia entre la Nicosia de los grecochipriotas y la de los turcos de Chipre. El hotel Ledra era el único paraje de acceso entre una y otra parte de la ciudad por el que raramente cruzaban los isleños. Sólo extranjeros, funcionarios internacionales, turistas, lo utilizaban. Años después, como corresponsal en Oriente Medio, me alojaría en este hotel. En el decenio de los setenta, pese a la división de la isla, Chipre era un pequeño paraíso para muchos europeos y para los habitantes de los países vecinos del Oriente Medio.
Alguna vez vino a buscarme al hotel Osorio Tafall, viejo republicano español que, nacionalizado en México, representaba al secretario general de la ONU. Le acompañaba en sus paseos matutinos por el campo donde podía ejercer su afición botánica, buscando flores silvestres. Tafall, amigo del arzobispo Makarios, dedicaba sus esfuerzos diplomáticos a una reconciliación entre las dos comunidades de la República. Sobre la paz precaria de la isla, el remolino de intrigas internacionales se estrellaba en la figura bizantina del etnarca, mascarón de proa del Estado.
El paisaje es hermoso, con sus playas, con sus montes de cedros, que en invierno, como en El Líbano, se cubren de nieve, pese a que la temperatura es agradable casi todo el año. Entonces creíamos que el pequeño paraíso no iba a ser perturbado y que la división de la isla quedaría intacta sin que se exacerbasen sus antagonismos.
Para el presidente chipriota Kiprianu, el problema de la isla de Chipre es que no se pueda mover de sitio
El Líbano, pequeño país de diez mil kilómetros cuadrados, en el extremo del continente de Asia, está frente a las costas de la isla con una superficie casi idéntica, nueve mil quinientos kilómetros cuadrados. Desde Beirut, a media hora de vuelo en avión, Chipre seguía siendo para la rumbosa burguesía local una tierra amable.
Casi todo acabó cuando en 1974 hubo la tentativa de golpe de Estado contra el presidente-arzobispo Makarios, y poco tiempo después la invasión del Ejército turco. Había comenzado el plan, atribuido a Henry Kissinger, de trocear los Estados del Levante mediterráneo.
En Nicosia volví a atravesar la «línea divisoria» que años antes había excitado mi imaginación. En una barricada me reconoció un soldado, un grecochipriota, fotógrafo de una agencia de noticias de Beirut. «He venido a empuñar un arma para defender mi patria», me dijo. En el hotel conocí a un muchacho que me entregó las llaves de su casa en Famagusta con un plano del barrio y de la calle donde se encontraba, con el encargo de que si volvía a la ciudad que abandonó, fuera a buscarle los libros de medicina que había dejado sobre el aparador.
Volví a Famagusta, localicé su casa, pero un oficial turco me prohibió abrir la puerta. Hoy, Famagusta, Varosha en turco, continúa ocupada. Sus habitantes, como los de Kyrenia, o como los de otros pueblos griegos, guardan sus llaves y, en las elecciones al Parlamento, votan a aquellos candidatos que más confianza les infunden sobre un hipotético futuro regreso.
Pero en estos doce años los refugiados se han adaptado a las nuevas circunstancias. Ciudades como Limasol, como Larnaca, han crecido con altos edificios, con grandes complejos inmobiliarios, con hoteles turísticos, que han sepultado las poblaciones marineras de costumbres sencillas.
En Limasol, y en otras localidades de la isla, se han refugiado también los libaneses que han huido de su guerra. En 1974, el golpe de Estado frustrado, la invasión turca, causaron impresión en los libaneses, que presenciaban cómo, a muy pocas millas de sus costas, se dividía cruelmente la isla en la que se había tratado de fundar un Estado sin que hubiera una nación. Un año después empezaba la guerra de El Líbano y proseguía el supuesto plan de Henry Kissinger. Comenzaba en Beirut una guerra más cruenta, más devastadora, que la de Chipre. Una guerra que nadie ha sido capaz de terminar hasta hoy. Beirut se convirtió también en una ciudad dividida. Pero sus milicianos, sus francotiradores, se cuidan de mantener en vilo a su población, haciendo de la «línea fronteriza» un «frente de combate».
En Nicosia, en la ciudad amurallada, nadie dispara, no han sido retirados los observadores internacionales, quizás porque la división ya es irreversible, es un hecho consumado.
En la zona turca de la capital, hasta las agujas de los relojes señalan una hora distinta de los de la parte griega. Marcan la misma hora de Turquía, «la madre patria». Ya no es posible llamar por teléfono de un lado a otro porque las centrales telefónicas han sido también separadas.
Los turcochipriotas que ocupan, pese a su minoría numérica, la mitad de la isla, no han tenido la fortuna de los griegos. Los que tuvieron que refugiarse en su zona, como los de Pafos —porque vivían en una región de población griega—, no han progresado de la misma manera. Su zona era pobre, es pobre y no se ha desarrollado como la de sus vecinos.
Los árabes, los libaneses, aunque sean musulmanes como los turcos, han ido a vivir y han invertido su dinero en la zona griega de la isla. Como su guerra no ha concluido, Chipre ya no es para ellos una evasión, sino un refugio estable. Cuando el aeropuerto de Beirut tiene que cerrar por razón de los bombardeos, a muchos de los habitantes de este país sólo les queda el camino de Larnaca, el camino del mar.
Nadie puede culpar a los habitantes de Chipre y de El Líbano de las guerras que se desarrollan en sus territorios nacionales. La culpa es, como me decía el presiente Spiro Kiprianu, «que la isla no se puede mover de sitio».
Como tampoco se puede buscar otro emplazamiento a los que viven en El Líbano, su compleja situación interior queda exacerbada porque están rodeados de países de cuyos conflictos son, a menudo, sus víctimas.
A pesar de tantas fatalidades y desgracias, y quizá también por ello, sigo amando las islas y los pequeños países, aunque estén en el Mediterráneo oriental.