
«Azul…» fue uno de los libros que siendo yo adolescente, casi niño, leí con mayor placer. Ahora, al releerlo, me doy cuenta de hasta qué punto, y durante muchos años, han perdurado en mi memoria imágenes, combinaciones sugerentes y raras de palabras, y lo que es más importante, ideas estéticas o secretos hábitos de comportamiento ante la literatura y la sociedad.
«Azul…» es un libro que actúa como un sueño. Nos olvidamos de detalles, de episodios, del lugar que nosotros ocupábamos en el nuevo orden creado con los elementos extraídos más o menos de la realidad. Pero nos queda siempre la impresión que, por más débil que sea, nos advierte de que algo nuevo ha ocurrido dentro de nosotros, y que nos enriquece, casi, sin que lo sintamos.
En «Azul…», las palabras, sobre todo en la primera parte del libro, han descargado tanto peso significativo, que las frases y los párrafos parece que no se lean, sino que anden suavemente por un camino blando, por el lecho de un río tranquilo, atraídas de una voz y para siempre ordenadamente, con un mínimo esfuerzo del lector.
No creo que «Azul…» pueda interpretarse únicamente partiendo del «galicismo mental» del que hablaba Valera, de su forma cosmopolita, de la profunda innovación que representó en las letras hispanoamericanas de su tiempo, y después en la literatura española. Díaz Plaja ha señalado que el libro, impreso en Valparaíso, en 1888, se sacude, por vez primera, de la dependencia servil de los poetas españoles románticos y de un localismo estrecho e invariable. «El valor significativo de «Azul…» es el de un germen. Un germen precioso en el que se encierran ya y se sienten palpitar todas las flores y todos los frutos.»
Al releer estos días el libro —desigual, por cierto, cajón de sastre a veces, o libro de horas— he ido pensando en otras posibles interpretaciones que lo acercan más definitivamente al mundo onírico y, concretamente, al ambiente en el que se mueven las imágenes de los sueños infantiles.
Valera, en su famosa carta a Rubén, escribía: «Si no tiene usted carácter nacional, posee carácter individual». Y poco más abajo hablaba del «abismo de lo incognoscible (que) queda así descubierto y abierto y nos atrae y nos da vértigo, y nos comunica el impulso, a veces irresistible, de arrojarnos en él». Y decía también «que en este infinito tenebroso e incognoscible perciba la imaginación, así como en el éter, nebulosas o semillas de astros, fragmentos y escombros de religiones muertas, con las cuales se procura formar algo como ensayo de nuevas creencias y de renovadas mitologías».
Pienso, en este sentido, que «Azul…» acertó en describir literariamente en castellano una realidad oculta en el subconsciente colectivo. Quizá se adelantó también al sueño —parafraseando a Valera— y pudo modificarlo e imponerlo. Así, las imágenes orientales, los gnomos, las hadas, las ninfas o la reina Maab, los recursos mitológicos de la Grecia clásica, los hermosos cuerpos desnudos, los animales salvajes, las grandes selvas ignotas, han sido elementos con los que se han montado muchos sueños infantiles en largas épocas.
El impacto de «Azul…» llegaría a España, partiendo de un escritor muy refinado y «a la page», nacido en Nicaragua, que supo, en su obra, adivinar todo un profundo mundo, no por desarraigado, menos auténtico. El libro parece, pues, un breviario de sueños de un adolescente burgués, egocéntrico y artista. A estos temas generales, a estas imágenes exóticas comunes, se añadían otras más características de su vocación: el poeta rechazado por la sociedad, que lucha por encontrar nuevos caminos de expresión y muere «pensando en que nacería el sol, el día venidero y con él el ideal… y en que el arte no vestiría pantalones, sino manto de llamas o de oro», mientras se aplaudían «hasta la locura los brindis del señor profesor de retórica cargados de dáctilos, de anapestos y de pirriquios, y mientras en las copas cristalinas hervía el champaña con su brebaje luminoso y fugaz».
Todo en «Azul…» gira en torno a la figura idealizada del artista incomprendido por e1 mundo, valientemente sacrificado a su ideal. Las gentes que lo rodean viven en el lujo, en la alegría del amor, en los barrios de bellos palacios, de cúpulas doradas, que «reciben la caricia pálida del sol moribundo». Están también los miserables, los vagabundos, los lancheros del «Fardo»:
Y si no hay fogón que le caliente, el que es pobre tirita.
En el bello libro, los buenos son los artistas que en plena primavera dejan abierta la puerta de la jaula del pájaro azul, que cantan el viejo invierno con la «música triunfante» de las rimas, «relampagueando la soberbia estrofa», o que, perdida el alma en la gran ilusión de las sinfonías, tienen todas las decepoionies.
Pero a ellos acuden las ninfas «con la cadera a flor de espuma», o las hadas:
El hada entonces me llevó hasta el velo que nos cubre las ansias infinitas, la inspiración profunda y el alma de las liras. Y lo rasgó. Y allí todo era aurora. En el fondo se veía un bello rostro de mujer.
Desde «Azul…» fueron azules las muchachas, los cuentos, las noches pensativas, los velos impalpables «formados de suspiros o de miradas de ángeles»… Y los sueños hermosos de los niños, de los adolescentes educados en el santo temor a la realidad, fueron aún más azules. Porque para todos, y en especial para aquellos que eran imaginativos y melancólicos, fue «Azul…» un libro que se leía sin esfuerzo y que entraba, con sus tesoros —después se sospechó que tenían un vicio oculto—, lentamente, y casi sin sentir, como un sueño de verdad.