Historia triste del canario - Tomás Alcoverro
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Historia triste del canario

EL BIEN MÁS PRECIADO. Un grupo de iraquíes recibe agua, que se ha convertido en el bien más preciado, de las tropas británicas en Basora. STEVEN SENNE / AP

Lo llamé simplemente Canari (canario, en árabe) al comprarlo en el bazar de los pájaros de Bagdad. El canario que había animado mi habitación del hotel junto a los libros y las flores reposaba en su humilde y sucia caja en esa suerte de guantera junto al cambio de marchas del amplio todoterreno que nos conducía a Ammán. Por esa carretera, que durante una década ha sido el cordón umbilical más fuerte de Iraq con el mundo exterior, apenas hay circulación; algún que otro convoy de prensa que va y viene entre las dos capitales árabes, y muy de vez en cuando, una patrulla de vehículos blindados del Ejército estadounidense de ocupación. 

A ambos lados aún se ven carros de combate, autobuses y automóviles carbonizados. Hay puentes semiderrumbados y barricadas de piedras que hay que sortear en este largo trayecto de seiscientos kilómetros hasta la frontera jordana. En el poblado de Abu Garaib, los saqueadores de Bagdad venden sus sacos de harina, de té indonesio, de azúcar, sus enseres robados, en la orilla de la carretera. Los parasoles y taburetes de piedra, construidos antaño para ofrecer un solaz a los viajeros para comer o vivaquear, han quedado intactos. Los marines siguen al cuidado de la desamparada frontera. Son ellos los que en inglés dan la bienvenida a este antiguo pueblo humillado con un insultante «Welcome to Iraq». 

Cuando atravesé esta línea divisoria, dos policías iraquíes, de uniforme, uno de ellos tocado con una gorrita deportiva cuya visera cubría su nuca, quizá en un intento de rebajar su precaria función oficial, fingía leer los pasaportes de los viajeros acercándose con humildad a sus vehículos. En este vacío puesto fronterizo ondea la bandera de Iraq y todavía están las grandes imágenes del rais

¡Menos mal que no me llevé, como quería, la mano de bronce de la estatua derribada de Saddam Hussein de la plaza de Al Fardus, en la escenografía de la decapitación simbólica del régimen ante todas las televisiones del mundo y con el trasfondo de los hoteles Sheraton y Palestina, donde se alojaba la prensa! La mano de bronce de Saddam me hubiese creado una situación mucho más embarazosa que la que sufrí al hacer los desagradables y lentos trámites aduaneros para entrar en el reino hachemita de Jordania y dejar atrás Iraq. 

Los soldados de EE.UU. saludan a este antiguo pueblo humillado con un insultante «Welcome to Iraq»

Ante el expolio y los saqueos de Bagdad, las autoridades jordanas decidieron imponer un draconiano y minucioso registro de los equipajes de los transeúntes a fin de tratar de recuperar valiosos objetos de arte, antigüedades y piezas no sólo de museos y palacios, sino de muchas casas particulares. Corrió el rumor de que periodistas árabes y occidentales querían sacarlos de Iraq. Así, los libros en inglés sobre la historia contemporánea iraquí y una pequeña estatuilla con pie de mármol de un aguador, comprados por un puñado de dinares en la calle de Al Mutanabi, donde arman la feria de libros viejos y de segunda mano, me fueron decomisados sin contemplaciones. Pude salvar unas grandes fotografías de la juventud de Saddam Hussein y la matrícula del Volkswagen con el que se perpetró la tentativa de asesinato de 1959 contra el coronel Kassem, que había derrocado al rey Faisal. 

Los que formábamos parte del convoy, organizado por mis amigos de France Presse, que ya habíamos sufrido las molestias de los marines que impidieron la entrada de nuestros vehículos en el hotel Palestina, padecimos la inapelable conducta de los aduaneros hachemitas. 

Para mi desgracia, el viaje que al día siguiente debía emprender en avión desde Ammán a Beirut fue doloroso. Las autoridades aduaneras no distinguieron al principio en el aeropuerto el tampón estampado de la entrada, ni mi pobre canario tenía el certificado de un veterinario iraquí. Los representantes de la seguridad del aeropuerto además se alarmaron al encontrar casquetes vacíos de proyectiles norteamericanos, machacados y quemados, que me llevaba en la cartera como recuerdo de la batalla de Bagdad. No pude subir al avión. Viajé cuarenta y ocho horas después, una vez esclarecido todo y provisto el pájaro debidamente de su certificado de salud. 

El sufrido Canari, que había salvado de la guerra, llegó muerto en su pobre jaula a Beirut, con su ojo derecho manchado de sangre, al ser aplastado por los bultos en la bodega del avión.

Historia triste del canario - Tomás Alcoverro
Artículo publicado en La Vanguardia el 23 de abril de 2003.