
En un mismo año, en 1965, Héctor Vázquez Azpiri publica tres libros, «La arrancada», «El cura Merino, el regicida» y «La navaja». El 28 de diciembre de 1967, el escritor obtiene con «Fauna» el Premio Alfaguara de novela. Esta última obra no ha aparecido aún en las librerías. Por lo que me decía Vázquez Azpiri, es una novela que intenta la descripción total del personaje desde los actos físicos o fisiológicos hasta los más íntimos y complicados procesos del subconsciente y de la memoria. La novela, creo, pues, que es un libro ambicioso, que no es una obra inútil, ya que se esfuerza en iluminar la vida humana —la literatura como medio de conocimiento—, que no pone barreras a la realidad, muchas veces caótica, sino que acepta la dificultad de ordenar este caos partiendo de sus más contradictorios elementos.
La memoria inconsciente es quizá la llave de «Fauna», que es una obra escrita pasando de la primera a la tercera persona.
—He querido escribir —me decía Vázquez Azpiri durante su reciente estancia en Barcelona— con un realismo que alguien ha dicho que es un realismo bioquímico, una novela que se pueda leer con los ojos cerrados.
Vázquez Azpiri hablaba también de la sensación de frustración de su protagonista, de estas imágenes olfativas que se encuentran a lo largo de su libro, de la liberación y del profundo abatimiento al que llegó cuando acabó de escribirla. Para Vázquez Azpiri la tarea del escritor compromete toda su vida de hombre. Recuerdo aquel párrafo de «Les mots», de Sartre: «El azar me había hecho hombre, la generosidad me haría libro; podría imprimir mis lucubraciones —mi conciencia— en carácter de bronce, remplazar los ruidos de mi vida en inscripciones imborrables; mi carne por un estilo, las blancas volutas del tiempo por la eternidad… convertirse en una obsesión para la especie, ser otro, en fin, otro distinto de mí, distinto de los otros, distinto de todo. Comenzaría por darme un cuerpo desacostumbrado y, después, me entregaría a los consumidores».
¿No es esto, en el fondo, la forma más descarnada de confesar urna vocación? ¿No es este deseo de convertirse en objeto, en libro, lo que a la vez libera y aliena profundamente? Quizá la verdadera obra creadora tenga que concebirse como una unidad de tensión, entre un riesgo de alienación y una posibilidad de liberación personal.
Estos días he leído los últimos libros del escritor que quedó finalista del Nadal en 1955, con una novela titulada «Víbora». Se trata de tres libros distintos. «La arrancada» es una novela de la mar, del viaje de una vapora, la «Mari-Carmen», que sale con sus hombres —Jonás, Quico, Manolín de Trobolo, Santos…— a la pesca de un puerto asturiano, Luanco. En la literatura española no abundan este tipo de novelas. En los últimos años fue muy importante la obra que escribió Ignacio Aldecoa, también de tema marino, «Gran Sol», que describe la aventura de los hombres que hacen la pesca de altura y que, a mi entender, representó, sólo por citar ahora un aspecto, una aportación riquísima al lenguaje literario. Ya Valle Inclán había escrito en «La lámpara maravillosa»: «Los idiomas son hijos del arado y de la honda del pastor».
«La arrancada» no tiene quizá la envergadura del libro de Aldecoa. Pero es una novela muy bien construida, pacientemente elaborada. Vázquez Azpiri describe con minuciosidad —recuerdo a veces algunos momentos «El viejo y el mar»— las operaciones que realizan los hombres a bordo de la vapora. Y por otra parte, la novela va creciendo de forma uniforme, quiero decir que concede la misma atención a los distintos episodios que se van sucediendo cronológicamente hasta llegar a un final, cuyo interés ha sido muy bien graduado por el escritor. La primera parte de la novela nos presenta directamente a los personajes hablando en primera persona. Así, por ejemplo, el primer capítulo está subdividido en capitulillos encabezados con sus nombres: Jonás, Chaplao, Santos, Chaplao, Jonás. Con esta técnica, Vázquez Azpiri consigue dos propósitos: el primero, reducir el poder divino que la antigua concepción de la novela concedía al autor que entra y sale libremente en sus escrituras, que las hace hablar y vivir desde el distanciamiento de su altura, expresada en la utilización de la tercera persona —sobre el empleo del «El» y del «Yo» ha dicho Barthes cosas inteligentísimas— y después, porque los personajes se presentan en su total realidad humana ante el lector. Es decir, dentro de estos capitulillos, el de Jonás por ejemplo, Jonás que es el patrón del «Mari-Carmen», dialoga, piensa, recuerda, cumpliendo todas estas funciones —y aquí está el acierto de Azpiri— de un modo simultáneo como ocurre en la realidad de cada hombre.
El estilo de Vázquez Azpiri procura conservar el equilibrio entre un estilo objetivo, riguroso, y unas formas mucho más abiertas al mundo íntimo de los personajes. El escritor se propone dar una visión exacta de la realidad. En este sentido creo que ha aprendido perfectamente la lección de Baroja, del que probablemente ha sabido sacar también la habilidad para dar a la obra un aire, nunca excesivo, a veces tierno, algo sentimental.
Vázquez Azpiri posee además de la facultad imaginativa, la paciencia, con lo que sus libros resultan siempre obras muy bien trabadas. Y todo esto teniendo en cuenta que es un escritor que domina los recursos puramente estilísticos de su oficio, que sabe describir y dialogar y que a veces consigue párrafos como éstos: «Y caminé postrado por la luna, como un oso de felpa. Los tejados me enseñaban sus nidos de golondrinas». O «Charran sentía por los dedos insensibles un frío extraño como si tuviese su mamo sumergida en un charco mucho tiempo. Y cuando miró a ver por qué sentía aquel frío tan raro se dio cuenta de que sus dedos faltaban y nada más quedaban arraigados el pulgar y el índice, llenos de sangre.»
«La navaja» es una novela corta en la que se relatan los recuerdos de un niño durante la guerra civil en un pueblo cercano a Gijón. En «La navaja», el autor hace hablar también al protagonista en primera persona. Es necesario ya darse cuenta de la importancia que tiene en Vázquez Azpiri el monólogo interior que él carga, además, de influencias objetivas, presentándolo en constante ósmosis con la realidad circundante. Es en «La navaja», donde la frase se hace más corta, abunda el punto y aparte y se nota la fluidez del relato y a veces, en su falta de sólida arquitectura, la influencia de ciertas obras barojianas.
«El cura Merino, el regicida» es la tercena obra que apareció en 1956. Se trata de un ensayo-biografía novelada sobre la curiosa personailidad de don Martín Merino, un cura liberal que vivió los agitados tiempos de la guerra de la Independencia y que atentó contra la vida de la reina Isabel II. Vázquez Azpiri ha rescatado a este personaje histórico que dijo en cierta ocasión: «Mi celebridad se quedará en las estamperías». Y ha sabido hacerlo vivir, ya en las sierras cuando luchaba en las guerrillas contra los franceses, en su exilio en Francia, en Burdeos, o en su última época de cura saltatumbas, en la Villa y Corte, cuando iba creciendo en la desesperación ante la desgracia que iba apoderándose de España. Se trata de una biografía apasionada sobre un liberal típico, con su generosidad y su desgarro, su duda, y la pasión por regenerar al país. Del cura Merino han quedado muy pocos papeles. Por eso la labor de Vázquez Azpiri ha sido meritoria al poder escribir este libro, novela casi, en la que se pinta el trasfondo político de la época, en especial del reinado de Isabel II y la aventura de este hombre que el autor trata con tanta simpatía, del siglo XIX español. El cura Merino murió en el patíbulo el 7 de febrero de 1832, en la parte norte del llamado campo de Guardias. Con trazos valleinclanescos, el autor describe el ambiente bullanguero del Madrid de entonces. «Las máscaras —dice— ocultaban muchas cosas aquellos días de febrero en carnaval».