María Dolores Serrano - Tomás Alcoverro
Escritores en la orilla

María Dolores Serrano en las fronteras

Lo primero que debe hacer el lector de «Crónicas de las fronteras» (I) es pararse en la introducción y no seguir la mala costumbre confesada por la autora de saltarse los prólogos… Estas páginas son realmente interesantes por distintas razones. Ante todo las que ha escrito Martín de Riquer explican en qué consiste este viaje a las fronteras; las fronteras lingüísticas de Cataluña, desde Castanesa a Beceite, en la raya de Aragón, y a lo largo de la Cerdaña dividida por el desafortunado Tratado de los Pirineos. La escritora ha viajado por aquellas tierras, no «en busca de raras palatizaciones y diptongaciones» o «para percibir el grado de apertura o cerrazón de una vocal tónica», sino para describirnos cómo son, cómo viven, estos «hombres que palatizan o diptongan de un modo tan interesante e insólito». 

Martin de Riquer nos descubre, pues, la identidad intelectual —nada menos qua arabista— de María Dolores Serrano, muy vinculada por otra parte a la filología románica; nos da un dato curioso de la escritora, al decirnos que nació en Lérida, tierra fronteriza, también, en muchos conceptos; y nos revela un secreto: «Este libro es un documento, pero a menudo usa documentos falsos, y por eso hay que recibirlo con alegría y un suspiro de satisfacción en un tiempo en que los críticos se maravillan, sólo, cuando la literatura es documento».

Por otro lado el texto introductorio de la autora de estas crónicas que aparecieron hace unos años —en el sesenta y seis y en el sesenta y siete en LA VANGUARDIA— es una muy buena muestra de su estilo y una introspección sincera de cómo viajaba, de qué cosas le interesaban o no en su recorrido: «¿Qué hice? Un poco de todo. Escalé montañas, que siempre me parecían demasiado altas; crucé ríos, torrentes, arroyos y me chapucé en los que estaban templaditos. Oteé diversos horizontes y, en aras de la información, pregunté los nombres de sus accidentes geográficos. Paseé de modo intencionable por empinadas callejuelas que invariablemente iban a morir en la falda de un viejo castillo desmochado…, soñé y reconstruí pasadas glorias…». 

Esto y mucho más hizo la cronista, como gusta llamarse María Dolores Serrano en sus artículos de viaje. Escribió estas páginas para dar testimonio de cómo se iba desgajando y muriendo el catalán hablado aún en aquellas tierras —en Francia o en Aragón— por los viejos. «Los viejos lo hablan más que los jóvenes y los jóvenes más que los niños.» Y quizá también para sentirse a sí misma más unida a una tierra, a una historia, y a una lengua. Viajé, pues, hacia dentro, hacia lo más inconsciente acaso… «Es reconfortante saber dónde están tus raíces.» Porque ya sabemos, por esas cosas de la vida, que a veces las fronteras nos sirven no sólo para medir, con mayor agudeza, los límites de nuestro propio mundo, sino para definir su contenido. 

María Dolores Serrano escribió estas crónicas con un aire deportivo. Sus páginas de andar y ver recogen, con precisión, los detalles de lo que la autora descubre a su paso. ¿Diremos, primero, que están maravillosamente escritas? ¿Hablaremos, quizá, de los temas que aparecen con mayor frecuencia? ¿Bucearemos un poco en su estilo? En la primera crónica —a mi juicio la mejor de toda la colección— titulada «Castanesa», nos describe su estancia entre las bordas de los pastores. Estas páginas, de gran calidad literaria, están escritas, siempre, con un desenfado burlón, que esconde la ternura o el lirismo que surge, no obstante, de pronto, entre la prosa muy trabajada, muy vigorosa, llena de expresiones muy naturales y hermosas que dan una gran hondura idiomática a todo el libro, como «al bies», «ni por pienso», «los ojos que se ponen como chiribitas»… La autora que gusta a veces de las enumeraciones escrupulosas, prolijas, como Cela, se divierte rompiendo las oraciones súbitamente, con un descenso a una intimidad próxima, pero también cargada de burla y desenfado, con el empleo de la segunda persona del verbo, o con una sola frase compuesta, sólo, de dos palabras: una conjunción y un verbo, con la que cierra, contundentemente, el discurso: «En las alturas florecen las englantinas que dan buen olor y basta». O «Fuera silba un pajaruelo, tampoco sé cuál, ni me importa». 

Este recurso estilístico, muy utilizado en la obra, ayuda a dar este aire querido, por un lado unilateral y arbitrario —la escritora tiene un particular sentido de la información turística, estadística, oficial, libresca, etc.—, y por otro, profundamente personal e inmediato. María Dolores Serrano se ha empeñado en escribir sobre las cosas que veía, que oía, sentía o pensaba. En este nivel su trabajo, tan difícil, ha sido de un gran acierto en las notas paisajísticas, en las observaciones de tipos —esas mujeres ancianas que sabe encontrar en todos los pueblos, esos caracteres espléndidos de pastores, campesinos, serenos, pregoneros que cantan aún las horas por la noche, como el de Nonaspe, alcaldes, sin dejarse a los niños— en las descripciones de las iglesias, caserones, o viejos castillos. Surgirán los diálogos con fuerza. (La cronista ha escrito puntualmente las frases catalanas de sus interlocutores, lo cual da una gran autenticidad, además, a esa exploración lingüística y humana de las fronteras.) Aparecen los paisajes broncos o delicados —ya sea en la raya de Aragón o en la Cerdaña húmeda—, y a veces estalla la ternura: «Junto a una peña la perra «Linda», que en la noche alta dio a luz tres cachorrillos, estaba acurrucada como una bola. Los perritos, dejados de la mano de Dios y de los hombres, daban gritos lastimeros como pájaros ateridos, mientras rodaban despacio cuesta abajo, seguramente camino de la muerte». 

Su mirada abraza todos los contornos de las cosas en una gran panorámica, casi, a la altura del vuelo de las águilas. En otras, se remansa con delectación, quizá mironiana, en algún detalle arquitectónico o paisajístico. «Por la izquierda ha asomado el arco iris que se cansó a la mitad del salto y se ha quedado desamparado como un niño que no se atreve a pasar el arroyo.» O «En las manos de Marisa Sampietro, las faldas de «Pichels» tienen un roce antiguo y sedoso, crujiente y melancólico.» 

A la cronista le gusta «sorprender a los pueblos en su primer bostezo solitario, cuando aún no ha tenido tiempo de componerse el rostro cada día, cuando la tibieza del sueño trasciende a las calles, a través de las ventanas entreabiertas». Este es el propósito de sus crónicas: recoger con espontaneidad, con frescura, las cosas que quizás acaba de ver, y escribirlas —a veces lo sugiere— en la misma mesa del cuarto de la fonda en que vive. Para eso huye de la erudición farragosa, de la cultura libresca, del dato agobiante. Y cuando construye ese otro plano de sus crónicas —ese otro nivel de la historia o del trasfondo arqueológico, siempre latente en estas páginas—, gusta de engañarnos, como advierte Martín de Riquer, aportando una documentación tan falsa como verosímil. Aquí entra en juego, también, su ironía, dirigida hacia lo «culto», o lo «sabio». A veces nos dará pistas al citarnos, por ejemplo, después del pasaje de Onofre de Dip, que chupaba la sangre del cuello del general Cabrera, el nombre revelador de otro gran imaginativo, de Juan Perucho. Pero otras veces su habilidad las escamotea, con toda clase de citas que, ¡ay!, nos aparecerían de una autenticidad aplastante. 

Porque María Dolores Serrano ha querido, precisamente, jugar con lo «petrificado», escamotearnos lo que ya es, quizá, verdad sin vida, a cambio de sumergirnos del todo, en los pueblos y en las gentes que describe. Esta verdad, la vida espontánea y sencilla, es lo que le interesa. Y por eso quiere ocultar su bagaje cultural, relativizarlo. Por eso hace estos desplantes que parecen duros y desenfadados, pero que son graciosos y burlones, con ese buen castellano que ella domina y que ella desea, sobre todo, hacer ágil y coloquial, auténtico. 

Sus crónicas se leen con gusto. Soterradas quedan muchas preocupaciones que, sólo, se insinúan porqué la autora quiere: el estado de la agricultura, la emigración de los pueblos, la incuria en que se hallan algunos monumentos, la situación de los obreros españoles en la Cerdaña francesa, los problemas burocráticos para pasar una frontera tan poco frontera como el control de Llivia… Llegados al final o al principio, según se mire, del viaje, la escritora nos dice, con soltura: «Pero eso ya lo contaré a ustedes otro día. Mientras ¡Salud! que dicen los gabachos a la hora de trincar». Así lo esperamos, señora María Dolores Serrano, cronista de andar y ver, secreta arabista que sabe «cómo son los verbos cóncavos o las tas marbutas». 

(1) «Crónicas de las fronteras», de María Dolores Serrano. Prólogo de Martín de Riquer. Editorial Taber. Barcelona. 

Artículo sobre Maria Dolores Serrano. 22 de abril de 1970 – La Vanguardia