Vivir en Beirut es desafiarse a sí mismo; vivir en Beirut es arrastrarse por el hondo placer de la subversión, rodeándose al mismo tiempo de la más afectuosa seguridad. Helena Slim ha muerto en Beirut, y sus cenizas fueron esparcidas por el viento después de una emigración impuesta a El Cairo, la ciudad de su segundo esposo. Cuando Helena, hija de una familia vasca, regresó a Beirut, coincidió con una de mis estancias. Recuerdo su emoción en el aeropuerto: «Es maravilloso, Tomás. He tenido que dar casi la vuelta al mundo para encontrar de nuevo en esta ciudad la amistad». Muy pocas horas antes de que su avión aterrizase, Beirut sufrió uno de esos estremecimientos violentos que se reducen en las gacetillas a una «jornada de bombardeos salvajes». Salir a la calle era peligroso porque disparaban de cualquier parte. Pero sus amigos, los amigos libaneses que había conocido durante sus años de estancia, habían acudido todos a esperarla. Helena, tan digna y elegante, no disimuló sus lágrimas. Nadie que haya vivido en Beirut ha renunciado a esta ciudad: ni los libaneses, ni los extranjeros. En Damasco, en París, en Atenas, la nostalgia de Beirut es incurable. Durante algún tiempo creí que se trataba de una fijación, un culto a una memoria personal, un apego a la experiencia del desmoronamiento de un mundo que parecía sólido y definitivo y que, de repente, estalló por los aires.
En Beirut las casas se alquilaban más que por el número de habitaciones, por el de salones, y el alquiler no se contaba por meses, sino por años. Apenas pude entender entonces cuando se me aconsejó que al elegir piso no lo hiciera nunca en zona fronteriza entre un barrio cristiano y un barrio musulmán. En 1958, durante la guerra civil, la ciudad quedó escindida en un sector cristiano y otro musulmán, y la calle Damasco, la calle más larga de Beirut, fue frontera y frente de combate durante ocho meses.
Eran años prósperos. Beirut no sólo se convirtió en mito para los occidentales que se establecieron en «la ciudad alegre y confiada», sino, sobre todo, para los habitantes de las naciones de Oriente. En Khartum o en Bagdad la llamaban la «novia de los países árabes». «Hay ciudades —escribió en un poema Federico Palomera, secretario de la embajada de España— que tienen nombre de puta». Los príncipes de los Estados del Golfo se hicieron construir sus espléndidas residencias estivales en las colinas de los alrededores de Beirut. La juventud dorada de las naciones del Islam encontraba en la ciudad la libertad de costumbres que soñaba, la fascinación de Occidente. Los europeos, los americanos y los japoneses, en la suavidad de esta sociedad liberal hasta el extremo, se convencían cada día de que «todo era posible en El Líbano», porque todo estaba al alcance de la mano, la aventura o la comodidad. Se adquirían los más modernos aparatos estereofónicos con franquicia diplomática —siempre había algún modo de hacerlo— y el vendedor, zalamero, nos daba el tratamiento de «Excelencia». La esposa de un vulgar representante de una empresa escandinava podía presumir de la cena que dio en su «residencia», un «vrai dinner aux chandelles» con ¡cinco embajadores a la vez! Esta frivolidad, este gusto exagerado por la «vida social» molestaba, irritaba a menudo. Nadie que se preciara podía desconocer los rudimentos de una asignatura fundamental, la que versaba sobre las calidades de los tapices de Oriente. Y en cuanto al servicio doméstico, engrosado por sirias, egipcias y más tarde las católicas negritas de las Seychelles, que un padre jesuita trajo a Beirut, se aceptaba el hecho consumado —así lo habían establecido muchos constructores de los espaciosos pisos de la ciudad— que tuvieran que encarnarse para dormir a un altillo angosto que acostumbraba a estar cerca de la cocina…
Beirut no era, claro está, únicamente esto. Al empezar el decenio de setenta se esparció el rumor de que guerrilleros palestinos enmascarados, y quizá con la metralleta Kalachnikov, irrumpían en mansiones elegantes, durante una de estas cenas, y bajo la punta de sus armas desvalijaban la casa y robaban las joyas de las opulentas señoras de la ostentosa burguesía local.
Cuando recibía a algún amigo de Europa que venía a visitar el «París del Levante», la «Suiza del Oriente Medio» —«la Sicilia querrás decir», rectificaba yo— le acompañaba al suburbio de la Karantina junto a la orilla del mar donde se hacinaba un «lumpen proletariado» hecho de kurdos, armenios, libaneses, turcos, gente procedente de las naciones árabes… Los «campos de refugiados palestinos» se visitaban como una curiosidad, o, mejor, como la consecuencia de un conflicto ajeno que no incumbía a El Líbano. Eran años en los que a nadie se le ocurrió hablar, empleando la estereotipada frase de «la frontera de miseria» o «el cinturón rojo de Beirut». Como corresponsal me lamentaba, en mi casa, de vivir en una ciudad «en la que nada pasaba», porque ni la vida muelle y próspera, las conspiraciones de los exiliados políticos en las cafeterías de Hamra, ni los negocios sucios o las especulaciones salvajes, ni el tráfico de hachís, ni mucho menos la trata de blancas, daban materia para escribir diariamente una crónica…
Cuando después llegó la guerra, nadie creyó en ella. Las luchas se contaban por rounds y los combatientes, como si se hubieran puesto de acuerdo, al llegar el fin de semana descansaban, deponían las armas. El sábado y el domingo las playas de aquel verano de 1975 estaban atestadas de bañistas. No era aún el atardecer del «Día del Señor», cuando el ciclo volvía a reanudarse… Recuerdo a mi amigo Hassan Chammas, un fida’iyin de Al Fatah, que venía a verme a mi casa de Rauche con el uniforme militar y el consabido Kalachnikov, al terminar su jornada laboral… Algunos días me contaba que había ido a bañarse a la playa y a comer en un chiringuito los salmonetes fritos que tanto le gustaban… Un día escribí en una crónica que Beirut era «pólvora y jazmín». Nadie podía entonces barruntar que la pólvora no era sólo pólvora, sino la lava de un volcán.
Sin darnos cuenta, porque ya habíamos sido marcados por este estilo de vida de Beirut, la guerra se hizo el drama sucio de cada día, que duró años, y que cuando terminó en tablas, nunca concluyó. Cuando se disparaba —todos disparaban contra todos— en un barrio que no era el nuestro, no nos sentíamos afectados. Así, poco a poco, la ciudad, que por azar era una ciudad hecha a escala humana, se hizo el infierno de la indiferencia. Al Beirut Occidental —la otra parte es otro mundo— lo llamé «La isla de la Tortuga», evocando aquella isla del Caribe, residencia excelsa de piratas. Un automóvil se roba en un santiamén, en plena calle Hamra, por un adolescente decidido. Perdéis vuestro piso cuando «vais a cenar» —a pesar de todo y en las épocas peores nunca se extirpó completamente el gusto de vivir en Beirut— o cuando bajáis a la esquina a comprar un periódico, porque en este tiempo precioso una familia lo ocupó en vuestra ausencia. El vivir sin agua, a la luz de las velas, y dormir mientras suenan ráfagas de ametralladora, o el fragor de una batalla —es escalofriante, pero «el campo de batalla» antes y ahora «es» Beirut— está al alcance de cualquier residente de la ciudad.
Nadie puede explicar Beirut, aprehenderlo, fijarlo en una cartulina como fija el entomólogo un insecto raro con una aguja. Nadie puede entender que en esta ciudad desahuciada aún la vida tenga, quizá más que en ningún otro lado suavidad, ternura. Los beirutís, cabeza de turco de infamias y crímenes que los demás han desorbitado, aprendieron a vivir y a morir en medio de francotiradores enloquecidos, entre ocupantes de todo pelo y calaña, y han sabido corromperlos con el más basto soborno. En los días devastadores de la guerra civil, cuando en la frontera de la ciudad escindida morían, víctimas de disparos misteriosos que procedían de un lado y de otro, desgraciados transeúntes, cada mañana en una «pausa comprada» a los feroces combatientes atravesaba de este a oeste de Beirut un camión de agua embotellada de la marca Nahas. Al querer definirla a toda costa han abusado del calificativo «surrealista». «Capital del surrealismo» la llamé hace mucho tiempo.
Beirut, por todo esto, porque estalla en el aire como un castillo de fuegos artificiales, y queda agarrada firme en la orilla del mar, porque es la frontera entre todos los sentimientos y eso tan superficial que son las ideas, porque es el infierno, la imaginación, la ternura y la esperanza, Beirut, porque cada día parece morirse irremisiblemente y surge después en otra aurora roja, porque todos la desahucian y nadie la arranca de su corazón Beirut es, y no la he elegido, mi ciudad.
