El hotel Commodore y el secuestro del papagayo Coco - Tomás Alcoverro
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El hotel Commodore y el secuestro del papagayo Coco

Nunca lo quise y más de una vez, desde el balcón de mi piso, hice amagos de echar bolas de papel sobre el jardincito de su piscina. El hotel se había convertido, estúpidamente, en un mito porque los infatuados corresponsales extranjeros lo habían elegido por residencia. Todas las ciudades de la guerra han tenido su hotel y Beirut ha tenido el Commodore. 

Pero el Commodore no estaba adornado de ningún atributo especial para llegar a ser el hotel más famoso del mundo de estos años. No era ni lujoso ni había en él nada original. Su fama la debía a los “paparazzi” que lo habían descrito o que lo citaban a menudo en sus artículos. Bien situado en el barrio de Hamra, contaba, eso sí, con un excelente sistema de comunicaciones —teléfono y télex— que casi nunca falló, ni en las más turbulentas jornadas de las guerras de Beirut. Como durante su reinado los palestinos lo protegían, sus clientes se sentían seguros. Otros hoteles, mejor acondicionados, como el Bristol o como el Cariton en la “corniche”, no supieron guardar los favores de los corresponsales y fueron flor de un día en la historia de las querencias ciudadanas. La decadencia del Commodore comenzó con la salida de los palestinos de Beirut. 

Antes de la guerra los grandes hoteles presumían en la orilla del mar. La barra y la piscina del Saint George tuvieron su leyenda y atrajeron a los esnobs. El elegante Phoeinicie o el Holiday Inn, que apenas tuvo tiempo de iniciarse porque recién construido comenzó la guerra, fueron los Palace prestigiosos de Oriente Medio. El Commodore era entonces, en el barrio comercial de Hamra, un hotel oscuro y anodino. Pero era un socorrido punto de referencia, identificando un sector de la capital, imponiéndose como el nombre efectivo de la calle a pesar de que aún en sus rótulos queda escrita “calle de Baalbek”. La primera vez que fui al Commodore fue con Domingo del Pino y Lucy, su mujer. En un club del hotel, la Casbah, actuaba un grupo de música afrocubana.

Durante el verano de la invasión israelí, en 1982, el hotel vivió su apogeo. Los corresponsales extranjeros se disputaban sus habitaciones. La dirección llegó a alquilar tres habitaciones sin ventanas, devastadas por los obuses; en el asedio israelí cayeron varias bombas sobre un edificio fronterizo. En los sofás del vestíbulo, alrededor de la barra, sentados ante las mesitas del jardín, detrás de los aparatos de télex de la administración, estaban los grandes corresponsales de la prensa del mundo. 

El Commodore era el mentidero de los iniciados, el sanctasanctórum de la información. Citarse en el hotel, tomar unas copas en el bar, fue de buen tono entre los periodistas de paso por Beirut.

Vivo desde hace tres años al lado del Commodore y he sido testigo de su decadencia. La ciudad, estos barrios, se han ido haciendo hostiles a los occidentales y a los periodistas que poco antes tan a gusto se encontraban en Beirut. No es que haya cambiado el talante de la población sobre los extranjeros —el complejo de inferioridad respecto a los occidentales es muy vivo—, sino que al actuar los grupos extremistas musulmanes, al cumplir las órdenes y las consignas del terror, la zona del oeste se ha hecho muy peligrosa. Los pocos que aún venían a Beirut eran ahuyentados por bandidos disfrazados de milicianos. El hotel volvió a llenarse de periodistas cuando en 1985 fue secuestrado el avión norteamericano de la TWA con todos sus pasajeros. Las poderosas cadenas de televisión estadounidenses hicieron del Commodore su cuartel general. Los ascensoristas, los jóvenes camareros, lucían con orgullo las camisetas que les regalaron los norteamericanos con los emblemas de sus espectaculares industrias de información. Su vestíbulo casi desierto volvió a animarse con las idas y venidas de los clientes que se quedaron en Beirut hasta que los rehenes fueran liberados. Después el hotel fue languideciendo. Los milicianos del barrio lo “protegían” y lo explotaban. Obligaron muchas veces al cocinero, sobre todo en las noches del Ramadán, a servirles comidas a punta de pistola. En la puerta del hotel hubo reyertas con frecuencia. 

El Commodore seguía siendo, casi por inercia, el hotel de los corresponsales anglosajones, mientras que el Cavalier, al otro lado de Hamra, es el de los franceses e italianos. Las conferencias de prensa de Terry Waite aún se celebraron en su cafetería. 

Cuando he vuelto a vivir a mi casa, el hotel ya ha cerrado. En diciembre había comido en la mesa del director, Fuad, y de su mujer alemana, con Charo Saavedra y nuestra amiga Samira. Samira contó en el mezze, o aperitivo, historias de su abuelo, almirante de la Sublime Puerta. Cada vez que el sultán invitaba a comer a su palacio, hacía colocar bajo los platos de porcelana de sus comensales un doblón de oro… A los postres, el maître se acercó a nuestro anfitrión para anunciarle la llegada del veterinario: Coco, el loro del hotel, estaba enfermo. 

En un rincón del vestíbulo, sobre la alcándara, Coco ha sido en estos años el entrañable huésped del Commodore. Con su “Hello boy”, “Hello girl” recibía, parlanchín, a los clientes. Se hizo célebre por sus imitaciones de la caída de obuses. Entonaba frases musicales de la Quinta Sinfonía, de Beethoven, o de la Marsellesa, y como buen libanés era un políglota. 

Nunca más volví a ver a Coco. No murió entonces, sino que en la última batalla campal de mi barrio, que hizo estragos en el hotel y en toda la vecindad, fue secuestrado y desapareció. 

Su antiguo dueño, un corresponsal británico que lo había regalado al hotel, publicó en los diarios: “No puedo creer que Coco haya muerto. Si aparece, pagaré un rescate de cien dólares, comprometiéndome a no averiguar nunca quién fue el que lo secuestró. Pasará sus días conmigo en Chipre porque tiene derecho a una tranquila jubilación.” 

Nadie ha encontrado ni vivo ni muerto a Coco, alma y mascota del Commodore. Pero el hotel ahora cerrado abrirá pronto. Fuad, el director, me dijo en la puerta que buscaba dinero para repararlo. El Commodore, sin mito, volverá a empezar.

El hotel Commodore y el secuestro del papagayo Coco - Tomás Alcoverro
Artículo publicado en La Vanguardia el 28 de marzo de 1987.