
El Líbano es el paraíso de los periodistas. El Líbano, gracias a Dios, existe y no hay que inventarlo. Algún día trataré de hablar de este hecho consumado que permite tranquilizar a muchas pusilánimes conciencias que ven en El Líbano el cubo de basura donde todo lo sucio, lo cruel, lo perverso, puede acumularse. El mundo contemporáneo, la conciencia del hombre contemporáneo, tiene la suerte de contar con “un Líbano”, un lugar “fuera de nuestro ámbito” en el que todo lo innoble se produce. Me gusta repetirlo a veces a pesar del escándalo, que “todos, todos somos libaneses”, que todos somos crueles, perversos y sucios.
Los periodistas, profesionales de las situaciones límite, agarran, agarramos, con fruición este “caso podrido” con cuyas descripciones sadomasoquistas emborronamos páginas y páginas. Les he dicho muchas veces que Beirut es una “ciudad-Estado”. Todo empieza, todo acaba, todo resuena en Beirut. Como no es una megalópolis, cada calle de la ciudad, cada esquina, cada edificio, cada habitante, han protagonizado, ahora o antes, un suceso, un hecho del que se ha hablado en el mundo. En Beirut nadie es anónimo y todos se sienten protagonistas. Esto tan fungible, tan perecedero, que es “la noticia”, lo que en general “acontece al prójimo”, “zarandea al otro”, en Beirut se hace algo carnal, íntimo, concierne a todos, a cada uno, a mí mismo. En Beirut, dicha de las dichas, la noticia soy yo.
A los pocos meses de empezar esta escandalosa guerra de religión, una primavera de hace diez años, mi casa de Rauche fue ocupada por una familia de refugiados armenios, y yo fui asaltado en la carretera del Chuf, entre Aley y Bhamdum, perdiendo mi automóvil, mi dinero y mis objetos preciosos comprados durante mis viajes por Oriente Medio. Me escapé de la muerte, no sé muy bien por qué, en un país en que la vida hace tiempo que ha dejado de tener valor.
¿Cuántas veces hemos sido testigos de batallas campales, o simplemente de explosivos y tiroteos callejeros que han causado estragos en la ciudad? En Beirut, el periodista que cuenta “se cuenta”, porque no hay ninguna alienación en el acto de escribir. Cuenta lo que ve, lo que le sorprende desde el propio balcón de su casa o de su oficina. Como está inmerso en un ambiente gráficamente muy limitado —unos escasos kilómetros cuadrados—, participa de lo que ocurre a su alrededor. Es simplemente la voz de los que no tienen voz, y como el escritor de elaborada obra creativa, tiene la suerte de que lo que narra es justificación de su propio testimonio personal.
No conozco otro lugar en el mundo en el que el periodista tenga el privilegio permanente de poseer una de las condiciones esenciales de su trabajo: la inmediatez. En Beirut, en El Líbano, los lugares son accesibles, y los personajes están al alcance de la mano. Se puede escribir directamente con lo que se ha visto y con lo que se ha conocido. Ésta es una de las grandes diferencias del trabajo entre el corresponsal en los países donde la historia se hace en la calle, donde los acontecimientos se atropellan (vale decir el Tercer Mundo), y el que ejerce este atípico oficio en las naciones con un proceso histórico “remansado”, cuyos episodios, por más graves que sean, no desbordan los restringidos ambientes de la clase dirigente, siempre alejada y ensimismada.
Cuando la Resistencia palestina había hecho de Beirut su capital, una de las primeras cosas que intentaba conseguir el periodista recién llegado era entrevistar a Arafat. Las cámaras de televisión han encontrado en él al más propicio personaje a sus reglas de juego. “Cuando está ante nosotros, nos guiña los ojos, sabe hacer lo que queremos”, me dijo una vez uno de estos profesionales, y él ha utilizado con incomparable maestría el poder de la imagen. Una perfecta dialéctica de intereses se ha establecido entre la pose del gran personaje de la política como espectáculo, y la peculiar exigencia comunicativa de la televisión.
El periodista extranjero, que viene o que se escapa de la mediocridad de su vida y de su mundo en Occidente, reino de la monotonía, de las dificultades antiheroicas, y del anonimato, ha encontrado en esta ciudad el aliciente vital —el juego de la muerte y de la vida— que subyace, que fomenta, su propio trabajo.
Un cineasta alemán, Schlöndorff, ha relatado esta historia en un filme interesante, aunque Beirut —y Beirut son también los extranjeros y las imágenes que fuera se proyectan de la ciudad— sólo puede contarla un hombre exuberante y genial que tuviese el talante de Fellini. El periodista se entroniza como intérprete, como oráculo de los acontecimientos, tiene licencia, y si es de una poderosa organización informática o de una gran nación occidental, posee los resortes implacables de su influencia, de repartir el bien y el mal entre los protagonistas y los coros de la guerra, creando el acontecimiento que está dispuesto a narrar.
En Beirut, los milicianos de este o aquel bando disparan, se desencadena una auténtica batalla para complacer al equipo de una televisión, interesada en recoger unas escenas bélicas, a un corresponsal que escriba en los periódicos. La fascinación de la imagen, el afán de protagonismo, el prestigio de la letra impresa en alguna parte de Occidente, obran lo que nadie considera que sea un milagro. Solicitado por unos, bien acogido por otros —a pesar de la guerra, no ha desaparecido completamente esta costumbre de “recibir”, de invitar a los extranjeros a los hogares libaneses—, interrogado por muchos, ¿qué piensa usted de la situación?, la tan manida frase repetida por todas partes, el corresponsal, agente de una nueva colonización interpretativa, puede llegar a sentirse halagado, imbuirse de su superioridad de occidental. ¿Quién no ha conocido a este joven vulgar, que dice colaborar de vez en cuando en un dominical prestigioso de París, hacer alardes de su importancia? ¿O esta mujer periodista, que gracias a sus encantos nada espectaculares, ha conseguido entrevistar a los más fulgurantes héroes del momento?
Un novelista francés ha escrito un libro sobre estos corresponsales que por haber participado en algún episodio de la historia turbulenta, en Vietnam, o en cualquier parte, creyeron que se habían convertido en personajes relevantes, que habían adquirido poder, y ha contado, con melancolía, cómo al retorno a su país, a su familia, o a la mesa de su trabajo, reencontraban su pequeña vida en el mundo estratificado en el que se ha abolido la aventura para ofrecer como máximo un poco de comodidad. En Beirut, los periodistas han gustado del ambiente romántico de la guerra (una guerra que se vive y se escribe como un observador privilegiado, a pesar de que el compromiso surgido simplemente del testimonio, el participar en la vida con los demás, acarree a veces las inevitables consecuencias que padecen todos), han tenido la experiencia excitante del tiempo en que los fida’iyin presumían de su movimiento de liberación nacional, y han presenciado el despertar de un nuevo terror, cuyo origen es profundo y es tenebroso a la vez, y cuya expansión ha arrancado de raíz lo que aún quedaba vivo, amable, cosmopolita en la ciudad.
Hay que pagar un alto precio por vivir en Beirut. No es ningún precio heroico, sino el precio de la inseguridad, del secuestro, de la claustrofobia, de la oscuridad de todos los días. Los amigos van desertando de la ciudad, agotadas las últimas ilusiones. Por las calles se ven estos beatniks, estos globe-trotters, estos turistas de países en peligro, como los ha retratado Fady Stephan, a veces con sus aparatos fotográficos en bandolera, o con sus cámaras de televisión. “No tengáis miedo —les dijeron—, sólo seréis un ojo de cristal, y si vuestra cámara se rompe, os la reemplazaremos por una nueva. Pero vosotros nos haréis ver, sorprendentes viajeros, nos haréis degustar en Occidente, los brazos descoyuntados que se tienden hacia la vida, los cuerpos carbonizados, asados…”. ¡Beirut es, hoy, un paraíso infernal!
