
Nuestro redactor consigue salvar el cerco de Beirut y pasar unas horas en la capital de Líbano
Nuestro redactor, enviado especial a la zona de conflicto, consiguió el viernes pasado entrar en la martirizada capital de Líbano venciendo obstáculos y peligros. Sin visado, y en un viejo coche alquilado, Tomás Alcoverro llegó a Beirut, precedente de Haifa, donde a lo largo de todo un día, recorre la ciudad, encuentra algún antiguo conocido, hace llamadas telefónicas ve, oye, siente…
De regreso a Israel nos cuenta con su vivacidad característica este alucinante viaje de ida y vuelta (Jerusalén-Beirut-Jerusalén) realizado entre el tráfico de vehículos militares, entre ciudades en ruinas, entre polvo, cansancio y desolación.

¿Cómo se llamaba? ¿Daud Ibrahim Abdalla? Quizá. Trabajaba en la oficina de Información de la Resistencia palestina en Beirut, solía acompañar a los visitantes a los campos del sur. Han pasado pocos meses de mi último viaje. Entonces estuve en Ain el Helue, pegado a Saida, en Rachidiye, a la orilla del mar, al lado de los setos de cipreses, atravesando la ciudad mortecina de Tiro. Nos sorprendió en la carretera un fulminante bombardeo israelí. Pero poco después, cumpliendo al pie de la letra aquello que los libaneses dicen con satisfacción que en “El Líbano todo es posible”, degustábamos —lo recuerdo muy bien— unos magníficos salmones fritos (sultán Ibrahim) en un hermoso restaurante cara al mar…
¿Cómo imaginar que mi nuevo viaje a esta costa riente, de huertos fecundos, de plantaciones de tabaco, lo haría con Mordechai, un judío de Rhodesia, capitán del ejército de Israel, viniendo en un pequeño automóvil alquilado desde Jerusalén?
Sin pasaporte, sin visado, he entrado en El Líbano. Desde Haifa, la carretera hasta la frontera es, sobre todo de noche, peligrosa. Hay un tráfico incesante de vehículos militares pesados y ligeros, que circulan a gran velocidad, y que pueden aplastarnos en un abrir y cerrar de ojos. Autobuses de la compañía de transportes EGGED llevan a El Líbano tropas de refresco. Hay grupos de soldados que hacen autostop y otros descansan en algún bosquecillo cerca de la carretera. Gesher Haziv, a muy pocos kilómetros de Nahariya, es el último poblado israelí antes de llegar a la frontera. Gesher Haziv es un kibutz que vive del turismo y explota un hotel que se ha convertido, durante la guerra, en centro de información militar. Aquí hace falta obtener un salvoconducto del ejército para ir a Beirut o visitar el territorio conquistado. A los corresponsales se les asigna siempre un oficial que les acompaña y es responsable del viaje.
En el puesto fronterizo
El puesto de aduanas sigue abierto y está a cargo de los soldados del Tsahal, que verifican las matrículas de los automóviles, la identidad de los ocupantes, y cuya función es más estricta cuando se trata de vehículos que regresan a Israel. Los inspeccionan o registran, porque el alto mando ha prohibido a sus tropas comprar nada en El Líbano y porque se castiga con dureza cualquier robo o pillaje.
En la misma línea divisoria, flamantes e inútiles, se extienden los campos recién encalados de las fuerzas de la ONU, el contingente de la Finul que fue enviado a El Líbano después de la invasión israelí de 1978, con la misión de establecer una policía a lo largo de la frontera para evitar nuevas incursiones de los palestinos o del ejército israelí, y ayudar al Estado libanés a restablecer su soberanía en el sur.
Muchachos rubicundos se asoman a las ventanas de los barracones. Junto a las vallas alzadas, en los puestos de vigilancia de la carretera hay soldados imperturbables. “Por aquí entraron nuestras tropas —dice Mordechai—; hubo dos cascos azules franceses de un destacamento, que ocupando el centro de la carretera, apuntaron tímidamente con sus armas. Un coronel de nuestro convoy les pidió con energía que se apartaran del camino y dejaran avanzar la columna blindada. No pasó nada…”.
Las banderas azules de la ONU ondean en mástiles altos. Sus campos militares intactos, bien cuidados, se suceden hasta los setos de cipreses de las afueras de Tiro. Muchachas palestinas con largas faldas rameadas van a por agua con cubos o latas herrumbrosas sobre la cabeza. Algún viejo, sentado en cuclillas en la cuneta, nos ve pasar. Los raíles del tren de Haifa, que en cuarenta años de abandono nadie ha arrancado, brillan junto al mar.
Devastación en la zona costera ocupada
La destrucción de Tiro, ciudad dejada a su suerte desde hace tiempo, cuidad-objeto de todas las represalias judías, no ha alcanzado las imágenes de Gamal Abdel Nasser, el inolvidable jefe de los árabes, que todavía siguen pegadas en algunos muros desmoronados, o bien en los postes medio caídos del tendido de la electricidad.
Desde Tiro a Saida el camino es el camino de la pasión irrefrenable de la guerra. Los combates entablaron en cada calle, en cada casa. Las gasolineras están quemadas. Muchos edificios fueron derrumbados. Aquel restaurante de pescado que ha sido arrasado, sólo conserva el rótulo agujereado a balazos: “¿Y Rachidiye, donde vivían miles de refugiados?” “El campo ha dejado de existir”, responde sin vacilar el capitán Mordechai, que también había servido en el ejército de Rhodesia antes de emigrar a Israel en 1973.
Pero Saida, tercera ciudad de El Líbano, elegida por las organizaciones palestinas y los grupos libaneses, musulmanes y de la izquierda como “su” capital del sur, ha recibido, de golpe, toda esta destrucción. Saida, calcinada, agujereada, ennegrecida, maloliente, ha sido abandonada por sus habitantes. Cuando el capitán Mordechai columbra un puestecito abierto de refrescos, ve un albañil reparando una fachada, o distrae sus ojos con unas muchachas vestidas con trajes alegres que pasan por una calle devastada, pone mucho énfasis al soltar la frase: “¿Ve usted?, la vida vuelve a la normalidad”. O cuando distingue la torre de un campanario, o el minarete de una mezquita, dice triunfal: “Nuestro ejército no destruye por destruir. Todos los lugares religiosos quedaron intactos”.
A Mordechai, que no es un judío religioso, no le importa incluso violar el sabbat circulando por estas carreteras llenas de polvo. A medida que se aproxima la hora de la fiesta judía, muchos conductores de vehículos militares, de camiones mastodónticos con remolque de transporte de tanques se desasosiegan, se ponen nerviosos, porque quieren regresar pronto a Israel. A veces hay accidentes mortales.
El éxodo de los habitantes de la capital
Después de Damur, en cuya playa se bañan docenas de soldados judíos, una avalancha de automóviles enloquecidos, haciendo sonar sin parar sus bocinas, desbordando la calzada de asfalto, contorneando los imponentes vehículos del ejército invasor, se precipita sobre el pequeño coche de matrícula israelí. El volante ha quedado empapado con el sudor de mis manos. Consigo escapar por un camino enlodado. “¡Están bombardendo Beirut!”, gritan estos libaneses que, ahuyentados por la guerra, vuelven al sur. El éxodo desesperado de los habitantes de la ciudad ha convertido esta carretera que atraviesa un paisaje en ruinas, en la carretera de la desesperación.
Antes de llegar a Khalde nos desviamos a la derecha hacia la localidad de Baabda. Los israelíes han marcado la ruta con flechas rojas dibujadas debajo del nombre de Beirut, escrito en hebreo. No sé si son caminos recién abiertos, o simplemente destrozados por el paso de los convoyes. Hay tanques en rincones de sombra. Por este difícil camino en el que con frecuencia la tolvanera nos envuelve cegándonos completamente, subimos hacia las colinas que dominan la ciudad. Hemos llegado a la zona en la que el Kataeb ejerce desde hace años su poder. Cruzamos los primeros puestos de los milicianos, que nos reciben con simpatía y que, a veces, nos saludan con un shalom muy sonoro.
En algunas aldeas, cuyas macizas casonas de piedra están intactas, he visto las banderas blancas con el cedro verde del partido de Bechir Gemayel.
Siempre las mismas respuestas
Beirut se esconde entre los bosques de las colinas. En las pistas del aeropuerto pude distinguir los aviones de la compañía libanesa de aviación. De pronto, el cielo se ensordece. Escuadrillas israelíes bombardean una aglomeración habitada, el campo de refugiados de Burj El Brajne, los barrios occidentales de la ciudad. Retumban estos bombardeos en el valle. Nos detenemos en un puesto militar servido por jóvenes soldados que observan las columnas de humo, las grandes nubes negras que se hinchan en el cielo de Beirut. El bombardeo continúa durante casi media hora. Desde una batería artillera muy próxima han empezado a disparar contra los objetos palestinos. Brotan incendios en la llanura. Los aviones siguen atacando Burj El Brajne. Un soldado se me acerca y me dice: “Los terroristas combaten con bravura. Es impresionante la cantidad de armas y de municiones con que cuentan. Cada día enviamos convoyes de camiones a Israel con el material capturado. ¿Usted cree que nuestro ejército entrará en Beirut?”.
Después de varias curvas por este camino sobre el que brinca y se atasca el pequeño automóvil alquilado en Jerusalén, llegamos a Baabda, tranquila localidad de funcionarios, en una de cuyas colinas se halla el palacio del presidente de la República, Elías Sarkis. Ningún libanés se inmuta a nuestro paso. Si les preguntamos, nos responden con toda amabilidad. Abusando de su buena predisposición, o de su simpatía e incluso fervor manifiestos, los periodistas israelíes les someten siempre a los mismos interrogatorios, y ellos contestan con las mismas palabras: “Sí, era necesario acabar con estos siete años de caos y de imperio de los guerrilleros palestinos”. “Sí, esperan ahora reconstruir el país, establecer un gobierno fuerte con la ayuda de Israel, y por qué no, firmar la paz…”.
En Beirut aceptan la moneda israelí
De Baabda a Achrafie, el barrio cristiano de Beirut este, se conduce con seguridad. En Achrafie sólo se oye el eco de las explosiones del otro lado de la capital. Nada ha perturbado su orden provinciano, y por las calles se ven, de vez en cuando, automóviles de matrícula amarilla —automóviles de Israel— e incluso en las tiendas, algunos soldados judíos comprando pasteles o pequeños objetos de recuerdo de su viaje. Los comerciantes aceptan los chequeles, la moneda israelí, sin el menor embarazo. Mientras Mordechai efectúa unas gestiones le pido que me deje volver a Baabda, para saludar a mis amigos de la embajada de España, hacer unas llamadas telefónicas, descansar… Él se queda con mi coche y se compromete a pasar a recogerme dentro de media hora. Hay que regresar a Israel antes del atardecer.
No está el embajador en la residencia, un bello palacio Cheab, joya de la arquitectura libanesa. El joven cónsul José María Ferre, un poco extrañado cuando le cuento que vengo en automóvil desde Jersualén, me recibe en los grandes salones vacíos. Hablamos de los amigos, de Angelines Junquera, “la dama de Beirut”, que ha quedado en la otra parte de la ciudad, de los españoles que fueron evacuados, de la ocupación… En los barrios del oeste de la capital se amontonan las basuras, apenas circula nadie por las calles, aumentaron los robos de automóviles y los atentados terroristas. Es una ciudad sitiada, bombardeada intensamente cada día, con apagones frecuentes de electricidad, una ciudad con miedo y en peligro.
Suena en el gran jardín de la residencia la bocina de mi automóvil. Es Mordechai, el oficial israelí, que viene a buscarme. Le pido al cónsul que comprenda la situación. Por vez primera en la historia de la embajada, un militar judío ha pisado la grava del hermoso parque desde el que se contempla Beirut, ahora en calma, bajo la tarde espléndida. Me hace unas fotografías de recuerdo, me despido rápidamente y empezamos el regreso a Jerusalén.
«Depuración» de palestinos
En Saida, en el puerto pintoresco, rodeado de casas reventadas, veo dos barcos hundidos por los israelíes, de los que sólo sobresalen los mástiles. Mordechai me señala, al salir de la ciudad, una factoría de conservas de frutas donde hay muchos palestinos detenidos. No me cuenta que es aquí donde empieza su “depuración”. A los que superan el examen policial se les marca en sus documentos de identidad el tampón israelí con la estrella de David; a los que carecen de cédulas se les marcan las muñecas. Los considerados como elementos sospechosos son llevados a Israel.
Antes de volver a cruzar la frontera nos detenemos en un cafetín libanés para beber unas cervezas locales. A la sombra de los campos militares de la Finul ha prosperado un mercadillo de pequeños restaurantes, bares de techos de uralita, e incluso tiendecitas de ropa para los soldados de este contingente de la ONU. Una de las muchachas del kibutz Gesher Haziv distribuye pastelillos y dulces a todos los automovilistas que llegan a Israel. El capitán Mordechai desciende del kibutz y yo continúo el viaje a Jerusalén. Es sabbat y la carretera está poblada de soldados que vienen y bañistas que regresan a sus casas. En San Juan de Acre me detengo en el pequeño puerto, en la ciudad amurallada. Un niño árabe se me acerca y me pregunta de dónde vengo. Cuando le digo que vengo de Beirut “donde hace mucho calor”, en un rápido gesto escribe sobre el polvo de la ventanilla del coche, el polvo de los caminos de El Líbano, una simple palabra: “palestinos”. Al caer la noche entro en Jerusalén.
