Ortega escribía en 1925 en La deshumanización del arte: “No discutamos ahora si es posible un arte puro. Tal vez no lo sea… Más vale, pues, dejar intacto el tema”. Para él la tendencia a la purificación del arte equivalía a “una eliminación progresiva de los elementos humanos, demasiado humanos, que dominaban la producción romántica y naturalista”. Y en aquel mismo ensayo, algunas páginas más adelante, apuntaba las siete tendencias del nuevo arte: deshumanización, evitar las formas vivas, hacer que la obra de arte no sea sino obra de arte, considerar el arte como juego y nada más, ironía esencial, elusión de toda falsedad y, por lo tanto, escrupulosa realización y su absoluta intrascendencia.
Rubert de Ventos ha escrito El arte ensimismado. Este “Lachende Erbe”, “heredero risueño”, que en palabras de Valverde —“a beneficio de inventario y con cierta sorna recoge el saldo final de una experiencia que para otros fue sangre, sudor y hermosura”— ha tratado el tema del “arte nuevo” desde muy distinta perspectiva. No en balde han pasado casi treinta años en los que el arte ha ido abandonando “el mundo de la representación, en el que ve amenazada su primacía y encasillándose en el recinto de su pura esencia, no fuera que por defender el reino perdiese la morada”.
Las obras de arte han de ser simplemente objetos. No han de remitir sino a sí mismas ni indicar otra cosa que no sea su propia presencia. “La obra de arte no significa nada, simplemente es”. Por eso dirá Rubert que el artista no es ya tanto un “constructor” como un “desvelador” de la propia obra. “Aquel en cuya virtud la realidad artística se muestra” en perfecto paralelismo con el hombre como simple pastor del Ser o la Verdad.
Este deseo de independencia, de autonomía, de la obra de arte ante el mundo, significa que debe configurarse como “objeto”, como “arte en sí”, repudiando toda relación externa; es decir, como dice Rubert, apartándose de las tres clases de alienación: la figurativa, la simbólica o evocativa y la decorativa.
La pintura, la música actual —el “jazz”, la música dodecafónica—, la literatura, el cine, la fotografía, no intentan ni reproducir o aludir a la Naturaleza exterior ni producir un movimiento subjetivo que podría tomar la forma de “evasión emocional” o “evasión imaginativa”, ni mucho menos “diluirse en su propio contorno”. Pero tampoco estos artistas aceptan una alienación metafísica en el sentido de que sus obras queden subsumidas dentro del propio Ser.
Rubert estudia este proceso de ensimismamiento —replegarse sobre sí— de las artes. Y antes de referirse a su propia dialéctica destructiva, que puede ser la no-novela de Robbe Grillet, el silencio, el puro objeto hallado sin ninguna intervención ni ninguna elaboración sobre la Naturaleza, nos adelanta ya “que todas las artes deben tener un mínimo básico de elineación”. “Si una obra de arte, por ejemplo, consigue liberarse de tres de estas alienaciones, la cuarta adquiere tal tensión que necesariamente sucumbe a ella”.
Pero esta vocación de no significación del arte abstracto —ciertas obras de Tapies o de Miró, por ejemplo, no son completamente coherentes consigo mismas, en el sentido de no adecuarse totalmente a sus postulados, con lo que Rubert coincide finamente con una apreciación hecha por Ortega en el ensayo antes mencionado— refleja una crisis mucho mayor y que ya no es únicamente una crisis artística.
“La adecuación al dato era simplemente imposible; la adecuación o habituación a algo se define precisamente por el hecho de hallar una resonancia íntima de ello”. Tan sólo la arquitectura, al deshacerse de sus adornos naturales, ha encontrado su sentido y función actuales, ya que no necesita referencia externa alguna, porque lleva en su seno “el compromiso con el mundo”.
El saldo de cuentas es definitivo cuando Xavier Rubert de Ventos —joven ensayista— escribe: “La alienación ha de ser un constitutivo esencial de todas las artes”.
