José Plá es uno de los escritores más conocidos desde hace ya muchos años en Cataluña. Me parece que sería raro encontrar una biblioteca medianamente surtida sin alguno de sus libros. Para mí, además, José Plá, su retrato de mozo veinteañero, de cara fina y lampiña, ha sido durante muchos años una imagen familiar. El retrato de José Plá está en la misma orla —una orla decorativa y solemne— que el de mi padre. En números romanos se leen las fechas, ya lejanas, entre las que estudiaron la carrera de Derecho: MCMXIII-MCMXIX.
La difusión de la obra de José Plá es, evidentemente, un dato que hay que tener en cuenta al estudiar su estilo y su personalidad. José Plá, escritor independiente y ascéptico, tierno y conservador, alejado desde ya hace mucho tiempo de la ciudad, inserto en su paisaje originario, en el Ampurdán, descendiente de una familia campesina, “independizado por su formación universitaria”, como dice Antonio Vilanova, no ha sido nunca un escritor desarraigado. José Plá, que pertenece a un momento de gran vitalidad cultural “del país”, como él diría, que se lanza al periodismo empujado por una fuerte vocación literaria, que viaja constantemente por Europa, que trata y conoce a todos los personajes de su época, es un escritor “con espíritu de aventura”.
José Plá, que en algunos elementos de su literatura y de su misma personalidad se asemeja a Pío Baroja —por cierto que Pío Baroja le trata muy bien en sus Memorias—, que siente muy poca inclinación por las instituciones humanas, está enclavado, sin embargo, en un ambiente perfectamente acorde con el del lector catalán dentro de la tradición, de la curisosa tradición “medio individualista, medio colectiva”, del pueblo catalán.
En su primer libro, Coses vistes (1925), encuentro una frase muy reveladora de esta actitud, a la que me vengo refiriendo: “Y de esta forma moriremos como hemos vivido, con las piernas afirmadas sobre la tierra y la cabeza quién sabe dónde”.
Una mezcla de lirismo y de espíritu analítico caracteriza toda su amplia obra, tanto en catalán como en castellano. La prosa de José Plá es una prosa rápida, que parece estar escrita de un tirón; una prosa que nos entra no por la perfección de las frases —Plá no es ningún orfebre de la lengua—, sino por una fuerza emotiva que asciende poderosa hasta envolvernos completamente.
No entenderíamos sus libros —Viaje a pie, Vida de Manolo, El carrer estret, Mar de Mestral, los varios volúmenes de Homenots, etc—, si no partiéramos del periodismo que Plá ha ejercido durante muchos años. La labor periodística condiciona toda la obra literaria de José Plá. La eficacia de su prosa, la amenidad y viveza de sus relatos, así como las imperfecciones formales, la urgencia con que parecen estar escritos algunos de sus libros, proceden del ejercicio del periodismo.
En una pequeña obrita maestra, de la que queremos dar algunos párrafos de unas páginas publicadas en los Papeles de Son Armadams, en 1956 o 1957, dice José Plá: “El periodismo, con su vana y necesaria palabrería, llega a industrializar la intuición, cataloga el mundo de una manera esquemática y proporciona en todo momento la palabra justa para dar la impresión de que se está en el punto de arriba. A la larga la facilidad ablanda tanto que cuesta andar con las propias piernas y no negar que todo es una loma”.
Grandeza y debilidad del oficio, al que José Plá ha dedicado parte de su vida y del que ha sacado también sus libros y ensayos.
A Plá le gusta decir frases como ésta: “Indiferencia mineral que produce la inmensidad”. Hay en su estilo a veces algo de visceral, algo de cruel o sarcástico. A Plá parece que le agrade de vez en cuando recubrirse de dureza. Aunque, sin embargo, y esto me trae otra vez a la memoria al vasco Pío Baroja —el oso vascongado, que dice Cela—, Plá sea un escritor de una auténtica y profunda vena de comprensivo humanismo, envuelto de una vaga y tímida ternura.
Sus descripciones de la vida de los pueblos, de los nocturnos, de la primavera, son estupendas: “La primavera acababa de empezar. Había una luz tierna y llovía dulcemente, interminablemente. El tiempo me gustaba tanto que a veces no me levantaba. La monotonía de la lluvia me amortecía lentamente, mi cuerpo perdía su pueril relieve de ofensividad, la imaginación no me convidaba ni me exigía nada. El equinoccio de primavera, aún frío pero ya tocado por la tibieza de la savia, parecía acercarme a la esencia de la vida y el tiempo pasaba, en mi habitación del hotel de la calle solitaria —los tilos a punto de florecer, la luz mortecina y líquida en los cristales de las ventanas—, con una suavidad tibia y desdibujada”.