En uno de los últimos números de «Les nouvelles Litteraires» se publicaba un artículo titulado «La literatura española se hace en América del Sur». En la misma página se insertaba, además, una entrevista con García Márquez, el novelista colombiano. Ha sido muy importante el descubrimiento para los españoles de Carpentier, Cortázar, Lezama Lima, Vargas Llosa, Carlos Fuentes. Todo un mundo literario y humano se ha abierto de par en par. Ciertamente América es un continente desorbitado en su belleza y en su miseria. Un europeo no puede concebir fácilmente aquella humanidad. Hasta que yo hace unos meses no estuve en una República del Caribe, en la Dominicana, no había creído muchas de las cosas que me contaban los libros o simplemente las novelas. Porque aquellas tierras son también, por encima de todo, mágicas. Hay una presencia rara en los hombres. Los sentidos, a flor de piel, nos comunican con un mundo auténtico de sueños, de adivinaciones del pensamiento, de creencias inconscientes que después se convierten en fenómenos verificables.
El europeo vive monopolizado por una determinada vida social. El sociologrismo nos ahoga. No es raro en estos días que estalle, de nuevo, la imaginación, aquella imaginación que, como decía André Bretón, el niño, el adolescente, iban olvidando porque al final se convertía en un estorbo para vivir. En la imaginación han creído siempre, sin embargo, los escritores comprometidos de América como, por ejemplo, García Márquez. Conocí a Gabriel García Márquez el pasado año. Juan Bosch, el ex presidente de la República Dominicana, andaba por Barcelona pronunciando unas conferencias. En una de ellas trató de los «Cien años de soledad». «Cien años de soledad» es ahora un libro de moda, pero la verdad es que sólo hace unos meses muy pocos lo conocían, a pesar de su gran éxito en todo el Nuevo Continente y de que ya se había traducido en muchos países europeos. Bosch presentaba el libro como «una fuerza de la naturaleza», como «algo tan vivo como los Andes o como los grandes ríos americanos… «Cien años de soledad» rompió con los generales literarios acostumbrados. García Márquez era la misma literatura…
Aquella mañana almorzamos juntos en un restaurante próximo a Barcelona. La terraza daba al mar. Recuerdo que Márquez y Bosch pasaron gran parte del tiempo contando cosas estupendas sobre telepatías extrañas, premoniciones o cuentos que se repetían en cualquier Iugarejo americano cada día, de algún campesino que había creído en el timo del burro que evacuaba pesos de oro…
Creo que fue en aquella comida cuando decidí mi viaje a América; con la fuerza de las palabras de aquellos hombres la realidad se trastrocaba; todo, aun lo más habitual, se hacía mágico. ¡Cómo brillaban los ojos del novelista!
Después nos metimos en los coches y pareció que el mundo vaciado nos encogía de nuevo. Pero aquella misma noche yo comenzaba a leer «Cien años de soledad», el libro de Macondo y de los Buendía. del que no me era difícil imaginar que en cualquier instante podía emerger, quizá, una banda espesa de mariposas amarillas, de pegajosas mariposas amarillas que llenaban la habitación, se agolpaban en los ángulos, se apelotonaban sobre el suelo y formaban un muro contra la puerta…
Para los articulistas de la revista francesa el éxito del escritor hispanoamericano se debe al fracaso del hombre ante la naturaleza despiadada que le devora ante las desigualdades sociales y raciales, o el triunfo permanente de la dictadura en el horizonte político de la América del Sur. Este triple fracaso obliga al novelista contemporáneo a refugiarse en sí mismo. «De esta suerte nace la necesidad—añaden—-desenfrenada de definir, fuera de toda circunstancia política, social, racial, económica, religiosa o geográfica, la individualidad de la América del Sur.»
Quizá es también por esto que García Márquez está ahora en Barcelona. ¿No han pasado gran parte de su vida en París escritores como Julio Cortazar? Por cierto que en «Cien años de soledad» hay incluso una referencia a la habitación en donde muere Rocamadour, en París, el personaje literario de «Rayuela». García Márquez se remite a aquella pieza como si en realidad existiera.
Como toda obra profunda queda planteado al final el mismo problema del lenguaje, el insondable problema del tiempo. «La novela, ha dicho García Márquez, puede durar tanto cien años como sólo un segundo.» «El tiempo no pasaba, sino que daba vueltas en redondo, dice una de sus criaturas.» El lenguaje partiendo de la fórmula arcaica en que su abuela contaba hermosas historias, estalla, al acabar la obra, «a fin de provocar el nacimiento de un lenguaje totalmente fresco».
Bien puede ya decir Gabriel García Márquez, ahora en Barcelona, aquel periodista que Bosch conoció en Venezuela en un cursillo que el político y escritor dominicano daba sobre el cuento y al que el futuro novelista asistía con interés tomando con aplicación notas escrupulosas. «X al cabo nada os debo; debéisme cuanto he escrito.» Porque todo acto de creación no deja de ser, radicalmente, un acto de profunda generosidad.—Tomás ALCOVERRO.